[Texto] Sicalipsis o pecados virtuales por Iara Bianchi

SICALIPSIS significa «picardía o malicia referente a temas sexuales».
Este vocablo fue formado arbitrariamente por yuxtaposición de las palabras griegas sykon (higo) y aleipsis (frotar, untar)…

Era de noche, pero estaba rodeada de luz, de mi propia luz. ¡Hasta mis uñas se sentían sensuales! Comencé a cortarlas con la delicadeza de quien muerde un trozo de carne. Eran lápidas desnudas. Me inquietaba la posibilidad de llegar al fondo, a la superficie carnosa de verdadero rojo, un rojo que ningún esmalte podría cubrir. Como el de mis fantasías; constantes, insaciables, proyectándose en la corteza de mis labios. Pujando, agrietan nuevos vacíos, tirando fuera los restos de esa decente mujer que pretendía ser.

En media hora nos encontraríamos. No pensaba acabar con su vida, pero soñaba despierta con herirlo de placer, con arañarlo. Al clavarme una y otra vez en su piel, dibujaba una marca que me nombraba, unciendo mi apetito a un tapiz que cobraba vida con sus gritos. Dejaría que hiciese conmigo lo que quisiera, excepto salvarme. Nadie puede salvarse del propio deseo.

Hacía frío, no importaba. Estaba de nuevo ante la puerta, donde me esperaba cada dos semanas. Había condiciones. Debía presentarme sin ropa interior, vistiendo una pollera, medias hasta el muslo con ligas y los más altos tacos. Sonrió, aprobando el conjunto, y me tomó con una tenaz suavidad del cuello; con la otra mano arrasó mi entrepierna, como si hurtase lo más obsceno de una superficie inútil y hambrienta. Mi perturbación, humedad y estremecimiento eran la clave que abriría las puertas del lobby.

La primera vez que lo vi tenía un porte de galán venido a menos. ¡Cómo engañaba su aspecto! de tipo recio con ademanes sensibles…

Fue en enero del 2068, en Buenos Aires. Hacía un calor insoportable. Me iba a recorrer las calles en búsqueda de algún antro, un refugio para fantasear lejos de las publicidades enceguecedoras que había por toda la ciudad, asediando sin reparos. ‘¡Tomá Kurt, la mejor cerveza del mundo!’, decía el holograma de una mujer semidesnuda de pelos violeta mientras le chorreaban gotas gordas de Kurt sobre su fina gasa traslúcida.

Hay cosas que nunca cambian, al menos no en su valor. Mi abuelo Carlos solía contarme que los televisores eran en su época como las holopantallas de ahora. Te atiborraban de mensajes publicitarios sin tanto realismo pero con el mismo efecto real. Comprar, ganar, ser exitoso era ‘la moneda corriente’, es decir, era un intercambio de webpoints. ¡Cómo disfrutaba de las charlas con aquel gran hombre! Debe ser por eso que mantengo varias de sus expresiones. Quizá también sea la raíz de mi transgresión: me gusta disfrutar de lo auténtico. El simple hecho de escuchar cómo cae el vino, olerlo y apoyar mis labios en una copa de cristal, me deleita, fragua el exaltar de todas mis inervaciones vitales —incluso las violentas. Muchas veces me siento ajena al común denominador; esa mayoría que estigmatiza los antiguos libros impresos como si fuesen pequeños asesinos de árboles, o que considera los pubs de antaño —¡cunas de artistas!, ¡el Montmartre porteño!— un reducto censurable de otra época salvaje e ignorante. ¡Qué imbécil es el mundo! ¡No quieren tomar con vajilla de verdad, ni oler la tinta de un poemario recién comprado! Ellos prefieren oír la monótona voz del holo, recitando Shakespeare, su revista favorita, o el porno de las doce, ¡todo con la misma voz! Han ilegalizado la carne, en pro de la preservación del medio ambiente. Sólo ingieren la “virtual”, o la “natural”, una suerte de heno con saborizantes. Los ricos, con unos pocos de sus webpoints, van adonde quieren y como quieren; los pobres luchan por obtener holovisores cada vez más grandes; y los del medio, sólo queremos que no nos molesten los ricos y los pobres. Sin embargo, existe algo que no hace diferencia de estratos sociales: rige la vagancia imaginativa, la exacerbación de lo rápido y el goce de lo reiterativo y lo usado vuelto a nuevo. ¡Viven atascados en imágenes y voces descargables! ¡Si imaginaran la fascinación que tengo por lo perecedero, el silencio y los homónimos! ¿Qué sería de la belleza sin la fealdad, o de un sentido sin otro que le siga…? Atasco: eso es lo que nos define a los humanitos. Nos atascamos de comida, de cosas, de ocio, y acabamos atascados nosotros mismos. Atascados en un limbo. Preferimos quedarnos ahí antes que develar el misterio de si nos correspondería el paraíso o el infierno. Mejor acá, que no estoy mal ni estoy bien, pero sé que al menos puedo estar… ¿cómodo? Estar, eso es todo.

Había caminado treinta cuadras desde la chica Kurt. Por fin llegué al bar, con otra fachada, otro letrero, pero con los clientes habituales.

Estos antros forrados de madera suelen cerrar y abrir varias veces a lo largo del año, con cada registro de La Ley. Un sitio web clandestino nos avisa de la nueva ubicación o del inesperado bautismo. Hastiados del bombardeo holográfico, íbamos allí a refugiarnos en una maravillosa mesa de madera, sacábamos un libro para leer o varios folios en blanco para escribir. A veces alzábamos la mirada y éstas se cruzaban en el aire, entonces saboreábamos cuán impúdicamente felices nos sentíamos en aquel edén de árboles muertos.

Algo diferente interrumpió en esta ocasión: un foráneo. Se acercó a mi mesa y me habló. No estaba enterado del pacto tácito de mutismo electivo.

—¡Hola Paula!, ¿te acordás de mí?

Estaba convencida de que no lo conocía. ¿Pero cómo sabía mi nombre? Tal vez lo había visto en algún chat, donde nos frecuentamos los escritores. ¡Qué demonios! En aquellas paredes era libre, incluso para mentir:

—Sí, ¿cómo estás?

—Bien, pasaron muchos años y no sabía si me reconocerías. Estoy haciendo una investigación y te quiero proponer que participes del proyecto. Te vamos a pagar bien, mucho más que lo justo. Te espero mañana, si estás dispuesta.

Me dejó una servilleta con la dirección y la hora: la misma de hoy, mañana, y se fue. La di vuelta y leí: ‘Gracias. Un beso. Héctor’.

Era una casona de techos altos. Mi intriga superaba mi temor a lo desconocido, a un desconocido. Estaba en la puerta, me sonrió y bastó para que me relajara y me acercara. Estaba encima de mí, mi mente me abandonó, era puro cuerpo. Me puso algo que tapaba mis ojos y me quitó la blusa. Me llevó arrastrada hacia adentro, había hombres, muchos. Nos rodeaban. Rocé una tela, seda. Estaba tirada en una cama. Divisaba a trasluz sillas y gente sentada en silencio, observando. Removió la venda de los ojos, tomó con ambas manos mi cara y mirándome fijo y con voz amable dijo: ‘Paula, confiá. Si querés que siga, parpadeá’. Cerré los ojos. ¡No lo podía creer! ¿Había sido un reflejo o estaba accediendo y entregándome a una situación absurda? ¿Si moría allí, a mis treinta y nueve años, por nada?… Arrancó mi ropa interior, ató con las sábanas mis muñecas y tobillos. Los hombres iban parándose de uno a uno, para hacer lo que Héctor les pedía. Eran herramientas que iban destrabando pedazo a pedazo un artefacto complejo, convirtiéndolo en varios objetos: bocas carnosas me besaban con suavidad embriagándome con la sensual dureza de sus alientos; labios que recorrían mi cintura, mis brazos, mis piernas; enormes manos que atrapaban mi cuerpo mientras era escrutado por ojos que supervisaban mi quantum de excitación. Y por encima, la voz de Héctor orquestando el banquete. Un manojo de pieles desnudas que jadeaban, clamaban, sólo para mis oídos. Aparecieron largas y estilizadas extremidades… ¡mujeres! De par en par se iban penetrando a mi alrededor. Yo continuaba con mi pollera puesta, levantada, y mis tacos aguja. Atada de manos y pies. Desanudaron los nudos que apenas me inmovilizaban. Se apartaron y me acostaron sobre un sujeto masculino. Podía sentir como él y la cama se volvían uno. Mientras mi espalda se acomodaba en su pecho y mi cola sentía la humedad de su sexo, Héctor me agarró de mis caderas y entró en mí, ¡fuerte! Entró, salió, entró…

Gemí, sufrí, sentí… Terminé quedándome dormida o puede que me desmayase. Al despertar estaba completamente sola.

Fui a casa y preparé la cena. Conversamos en familia: con mi hijo Felipe, del novedoso juego que había descubierto; con Javier, de su nuevo puesto de trabajo en La Dopadora. Mi cabeza no me daba respiro, podía captar frases sueltas. ‘Perverse Games, así se llama…’ — Felipe tenía ya veinte años y seguía entusiasmado con jueguitos. ‘¡Me ascendieron a Jefe de Proyectos!’, aclamaba con vehemencia mi marido. Levantamos las copas, brindamos. Se desencajaron mi mandíbula y mis pestañas; no respondían a mis pedidos, ya no podía fingir alegría. ‘¿Estás bien?’, se preocupó Javier. ‘Sí, estoy muy contenta por vos. Disculpen, estoy muy cansada. Me voy a dormir. Festejamos otro día, ¿les parece?’ No era usual mi actitud de poca empatía, tampoco era rara, no para ellos. Hacía tiempo que no me preguntaban nada.

Pasó la noche. Para despejarme comencé a leer correos. El Banco me informaba que había un depósito de tres mil webpoints en mi cuenta. Estaba desconcertada, afligida, avergonzada, seducida. Noté que un correo no tenía remitente. Reabrí la caja de pandora: ‘¿Te gustó? Te espero el martes 8, a las 18 hs.’. Era el sonido de la voz rasposa y gutural de Héctor. Adjunto, envió las instrucciones para el evento.

Fui a la cita estipulada. Otra vez esa mirada fija e incierta que eyectaba un magnetismo hipnótico y paralizante. Cada dos martes me citaba para una experiencia nueva. Solos o en muchedumbre, protagonistas o lacayos, sumisos o emperadores. De cada momento exprimía su jugo; lo apretaba, lo frotaba, lo libaba.

Pasado casi un año del primer encuentro, decidí hablarle. Creí que había llegado el momento de conocernos y ansiaba en secreto, incluso para mí, una noche entera junto a Héctor. Les dije a mi marido y a mi hijo que mi amiga Itaka se había separado y estaba triste, y que pasaría la noche con ella en su casa.

Estábamos en el lobby. Lo percibía más y más negro. Héctor se fundía con el lobby. Me animé:

—¿Qué estamos haciendo, Héctor? ¿Qué estás investigando?

—Paula, corrés peligro si te enterás de lo que sucede. Te amo. Soy aquel gordito de La Universidad. Una vez me prestaste unos apuntes de Comunicación… Cuando terminé la carrera, me enlisté en La Guardia. Intenté cuidarte desde un principio, pero no sé si puedo seguir haciéndolo. No entres. No pases. ¡Andate ahora!

Me zafo de su mano que estaba apretando mi brazo. Rápido, corro a la habitación. Supuse que allí estaba la respuesta al acertijo, en cambio, hay cinco hombres enmascarados. Me están violando. Grito, pataleo, pido auxilio.

—¡Héctor! ¡Héctor!

Se sacaron las máscaras. Estoy casi muerta, ensangrentada, reptando a los pies de esos hijos de puta. Les suplico que se detengan. Inclino la cabeza hacia arriba, queriendo no olvidar esas caras. Abrazo las piernas de uno.

—¡Por favor, basta! —Son las piernas de Héctor.

Me las arreglé de alguna forma para llegar a casa. No había nadie. Entré a la holopantalla para pedir una ambulancia. ‘No se mueva. Está en camino’, dijo el robotono. Marcaban las 11 a.m. en un costado de la pantalla. En el otro costado vi un dibujo de un ojo y dentro de él las letras: perverse games. ‘¡Que llegue la puta ambulancia!’, exclamé entre dientes. ‘Por nada del mundo querría que me viesen en este estado’. No quería preocuparlos. No quería que se enteraran. Un extraño parpadeo atrajo mi atención hacia la pantalla, hacia el dibujo del ojo; se había iluminado y pedía que lo tocara. Lo hice, esperando desactivarlo, pero en lugar de eso se inició una presentación. Parecía uno de esos juegos de rol que tanto le gustaban a Felipe. Una extraña voz sintetizada asaltó mis oídos. De repente: ‘La sesión se reanudará en tres, dos, uno…’ Irrumpe un videograma que mostraba una pequeña muchedumbre reunida en círculo. No podía ver bien por culpa de las lágrimas. Escuché los alaridos de una mujer. Una de las personas que vestía con una especie de túnica se apartó y pude ver… ¿¡mi… cara!? ¡Era mi cara! Presiono mi mano contra mi boca. Aturdida, apagué la maldita cosa, pero antes de desvanecerse la imagen, ese ruido latoso volvió una segunda vez: ‘¡Bien hecho Felipe! Misión cumplida. Finalizada a las 10:12 a.m.’. Sonó el timbre.

La ambulancia había llegado.

Tras llegar de El Hospital, me bañé y me maquillé, como todos los días. Al anochecer llegó Felipe y, pocos minutos después, Javier. Les dije: ‘No tengo ganas de cocinar. Pidamos algo’.

 

Versión argentinizada del relato publicado en El Hombre De Mimbre, España, 2014 . 

Iara Bianchi

Iara Bianchi 
Directora Editorial. Psicoanalista

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