Sueñas con incendiar el universo y ni siquiera has logrado comunicar tu fuego a las palabras.
Emil Cioran
Despertarse y encontrar a un tipo hurgando en tu biblioteca no es cosa de todos los días. Mucho menos, si uno malvive apenas en un pequeño monoambiente sin ningún tipo de lujo.
Resulta que así lo encontré esta mañana, entre las medias sombras del amanecer: salteándose algunos volúmenes, sopesando otros, volteándolos para fijarse vaya uno a saber qué, comparando las contraportadas y los diferentes tipos de ediciones. Sin entender si se trataba de restos de material onírico o alguna de las visiones que a veces me asaltan en plena duermevela, me encaminé hacia el baño. Al salir, ya bien despierto, el hombre seguía allí, inmutable. A decir verdad, se lo veía muy concentrado en lo suyo. Pude ver el bolso a los pies y la culata del arma que sobresalía del cinturón. Se trataba de un tipo de unos treinta años, correctamente vestido, que usaba anteojos y llevaba bufanda y guantes de lana cortados en las puntas.
-¿Busca algo en particular?- dije, por decir algo.
-Hay que ver la cantidad de porquería que tiene acá- me respondió. -¿No le da vergüenza?
-Perdón, no entiendo.
-Lo que digo es que nadie puede soportar tanto existencialismo junto, hombre.
Hay que reconocer que para tratarse de un delincuente, tenía un gusto refinado y que la frase, a todas luces, era una genialidad que no admitía discusión.
-Lo lamento. Quisiera tener más para ofrecerle, pero lo que ve es lo que hay- dije intentando no sonar pedante o acaso, algo desdeñoso. La situación era inconcebible pero el arma era demasiado real como para correr riesgos inútiles.
-Que maldita esta suerte. Si ya lo decía mi madre, trabajar no es lo mío- gruñó.
-No se preocupe, que a todo el mundo le pasa- comenté.
-¿Quiere un trago? Es lo mejor para estos casos, dicen- aventuré.
-Tiene Usted razón, hombre. Que sean dos- respondió mientras se sentaba a la mesa.
Y así fue como nos pasamos lo que quedaba de noche y parte de la mañana. Después de desayunar un revuelto de panceta, huevo y cebolla asada, le ofrecí un viejo saco de dormir y una caja grande de videocasetes familiares, pues todo el asunto me hacía sentir cierta incomodidad, una extraña sensación que mediaba entre el desprecio y la culpa.
Por último, ya cerca del mediodía, me decidí a acompañarlo.
Y así estuvimos toda la tarde y casi toda la noche, como dos viejos miserables desvelados de cuerpo y alma, vagando por calles desdibujadas por la niebla. Él, acarreando tras su existencia aquellas bolsas viejas y yo, una buena parte de estas palabras que, a falta de un lugar mejor, vinieron a parar justamente acá.
Escrito por Paulo Neo
Paulo Neo
Escritor