
La experiencia no podía ser catalogada de espantosa, aunque lo fuese, ni de dolorosa, a pesar de serlo; fue más bien, tal y como el mismo Servando señaló algunos años después durante el transcurso de una charla con un viejo amigo, lo más parecido a vomitarse uno mismo por el ombligo.
Por Rafael Lindem
Una noche de hace cincuenta años, Servando, por aquel entonces un niño de once años con el rostro rosado y la cabeza llena de sueños, despertó aguijoneado por la sensación más sobrecogedora que había experimentado nunca. La experiencia no podía ser catalogada de espantosa, aunque lo fuese, ni de dolorosa, a pesar de serlo; fue más bien, tal y como el mismo Servando señaló algunos años después durante el transcurso de una charla con un viejo amigo, lo más parecido a vomitarse uno mismo por el ombligo.
Sobre los detalles siempre fue poco concreto, como si no los recordara con claridad o formasen parte de un sueño confuso. Aquella noche había cenado ligero: una sopa de pescado y medio vaso de leche. Tras dar las buenas noches a sus padres se recluyó en su habitación y se enfrascó en lecturas de esas que llaman «de evasión»; folletines de poca sustancia —decía a menudo su padre—, sobre piratas, caballeros andantes y exploradores del mundo desconocido. Sus favoritas. Tumbado en la cama, disfrutó una vez más de aquellas aventuras programadas sobre el papel, mientras se relamía imaginando las andanzas que la vida le tendría reservadas, la gente que conocería, los lugares que visitaría, lejos de aquella habitación tranquila, más allá del mar, en tierras que muy pocos hombres han pisado. Por supuesto, el precio a pagar por todo esto no le pasaba desapercibido, pero, puede que influido por esa absurda seguridad placentaria que nos asalta bajo las mantas de la cama, lo veía al alcance de la mano, poca cosa, casi una ganga; deshacerse del miedo —¡fuera cadenas!—, olvidar los preceptos de la escuela —al fin y al cabo, no era un gran estudiante—, abandonar el camino que sus padre habían trazado para él —intuía que no sería tampoco un trabajador modelo—, mantenerse atento y dar el paso sin pestañear ante la menor oportunidad de aventura. «Quién sabe», se decía con una tonta sonrisa en la boca, «puede que me aguarde la gloria». Y mientras maquinaba estos animados teatrillos en su cabeza, lanzaba de cuando en cuando fugaces miradas a la ventana. A lo lejos se alzaban las oscuras chimeneas de ladrillo de la fundición de vidrio donde trabajaba su padre. La fábrica que jamás iba a pisar, se prometió. Después, con una amplia sonrisa, dejó el librito de turno en la mesilla y apagó de un soplido la vela que alumbraba la cabecera de su cama.
Pero aquella noche, la placidez ensoñadora de su sonrisa se hizo pedazos justo cuando estaba a punto de quedarse dormido. Una cosa, un trozo de metal candente, una jauría de perros invisibles, una corriente de aire helado, una tormenta preñada de electricidad, ensartó su cuerpo desde la ingle a las órbitas de los ojos, produciéndole un dolor paralizante. Intentó gritar pero carecía del aire necesario para hacerlo; algo le privaba de él, algo grande y torpe que se movía en su interior y estiraba sus misteriosos miembros como si retozara dentro de una cama. Fuera lo que fuese quería salir y buscaba desesperadamente el modo de hacerlo. Reptó de forma trabajosa hacia el abdomen, se situó bajo el ombligo y empujó con todas sus fuerzas. Había encontrado por fin una salida. El dolor se intensificó. Servando sintió que algo se abría camino hacia fuera; unos dedos, una mano engarfiada en la carne, seguida de otra, y de unos brazos que forzaron el agujero umbilical sin conmiseración alguna. Sintió unas manos calientes y húmedas; le arañaban los muslos al asirse con fuerza, impulsándose, arrastrando un grueso bulto tras de sí, a través del ombligo, bajo el camisón y las sábanas, hasta que oyó el ruido sordo de algo que cayó a los pies de la cama. Servando alzó la cabeza, pero la oscuridad no le permitió ver con claridad. A los pocos segundos, una sombra de contornos imprecisos se alzó del suelo y permaneció de pie ante él un largo rato. Podía oír su respiración entrecortada, jadeante. Luego escuchó un sonido de pies descalzos; el extraño ser apareció recortado en la ventana. Vio cómo la abría, salía a la cornisa y volvía a encajarla tras de sí. Entonces, sin saber muy bien cómo, desapareció en la noche. Servando tomó una honda bocanada de aire, cerró los ojos y, por sorprendente que pueda parecer, quedó totalmente dormido.
Por la mañana despertó fresco, ligero, con la agradable sensación de haber descansado profundamente. Sin embargo, el recuerdo de lo sucedido, pese a la nebulosidad de las imágenes, permaneció grabado en su cabeza. Antes del desayuno dedicó algunos minutos a revisarse concienzudamente el ombligo. Lo encontró intacto, sin la menor señal de haber sido forzado. Lo mismo sucedió con sus muslos que, recordaba, habían sido lacerados por aquellas manos misteriosas salidas de… su interior. Las sábanas estaban secas y en el suelo no había huellas de ningún tipo. Se acercó a la ventana: el pestillo no había sido tocado durante la noche. Todo permanecía tal y como lo había dejado antes de que apagase la luz y se dispusiese a dormir. O eso parecía.
A menudo, los cambios más importantes son aquellos que pasan desapercibidos a la vista. Aparentemente, la vida de Servando transcurrió tal y como lo había hecho hasta entonces; siguió siendo el niño amigable y respetuoso de siempre, buen compañero en la escuela y mejor hijo en el hogar, aplicado y trabajador. Las noches, pese al recuerdo indeleble de la experiencia, se sucedieron con la mayor tranquilidad, y el carácter del muchacho, lejos de oscurecerse o debilitarse ante el temor de que los hechos volvieran a repetirse, mostró un rostro, si cabe, mucho más alegre que antes. Sólo al observarlo con especial detenimiento podían apreciarse ciertas alteraciones en su comportamiento, pequeñas por sí mismas, pero significativas en el conjunto. Su hábito de leer novelas de aventuras desapareció sin un motivo aparente; las publicaciones que solían descansar junto a la cabecera de su cama fueron llenándose de polvo, noche tras noche, sin que volvieran a ser abiertas, hasta que terminaron ardiendo en el fogón del patio junto a otros desperdicios. Igualmente, su natural inclinación a soñar despierto se vio sustituida por un talante realista, práctico, alejado de cualquier imposible y, he aquí la novedad más relevante de todas, de cualquier ambición.
Al terminar el último año en la escuela fue adoptado inmediatamente por su padre como aprendiz en la fundición de vidrio. Era un ambiente duro, alejado de cuanto había conocido hasta entonces, pero a Servando le pareció bien. En poco tiempo aprendió lo suficiente para valerse por sí solo y empezó a percibir un salario que fue de gran ayuda en el mantenimiento del hogar. Los sueños de aventuras y viajes a tierras exóticas fueron rápidamente sepultados por el calor de los hornos, los tubos de soplado y la hipnótica ebullición del vidrio líquido. A su modo había encontrado la felicidad, una felicidad simple, modesta, pero auténtica. En varias ocasiones, sus ojos ascendían hasta la ventana de su dormitorio, visible desde el patio de la fábrica, y se sonreía recordando las veces que había sentido un estremecimiento en el pasado al contemplar tras el cristal las oscuras chimeneas de los hornos, unos hornos que, ahora entendía, siempre le habían vestido y alimentado, como si de una segunda familia se tratase. Los años transcurrieron tranquilos, sin prisas, eternos, pero también imparables. De forma casi imperceptible, las manos de Servando se fueron volviendo gruesas y encallecidas, su rostro se curtió y empezaron a brotarle las primeras canas en la cabeza. Había dejado de ser un muchacho.
Algunos domingos se permitía romper la rutina y visitaba el centro de la ciudad. Paseaba por sus aceras, miraba escaparates y casi siempre terminaba comprando algo para sus padres. Luego se relajaba en la silla de alguna cafetería, solo, tomando una taza de chocolate mientras observaba la calle a través de la ventana del local. Disfrutaba haciéndolo y únicamente apartaba la mirada cuando sus ojos tropezaban accidentalmente con los de alguna mujer. Si a esta le daba por entrar en la cafetería y ocupar una de sus mesas, se tomaba el chocolate de un sorbo, por caliente que estuviese, y abandonaba el lugar a toda prisa. Había oído suficientes historias sobre mujeres como para subestimar el peligro que podían entrañar. No, él no sería tan incauto. En cualquier caso, con señorita o sin ella, antes de las ocho de la tarde daba por finalizado el domingo y regresaba a su casa, preparado para afrontar una nueva semana de trabajo en la fábrica.
De este modo transcurrió su vida, sin mayores sobresaltos, yendo de los hornos al hogar y del hogar a los hornos, sin amigos ni mujeres que alterasen la armonía de una existencia demasiado cautelosa para no ser solitaria.
Cuando sus padres fallecieron, el aislamiento preventivo en el que vivía se intensificó. Sus compañeros de trabajo habían terminado casándose y más de la mitad ya eran padres; él, sin embargo, pese a sentir cada vez más el peso de la situación a la que el excesivo celo le había llevado, continuó convencido de ser mucho más sensato que todos ellos. Finalmente, la edad extrema convirtió su decisión en obligación: estaba demasiado mayor ya para ser padre, demasiado mayor para dejar atrás la soltería, demasiado mayor para hacer nuevos amigos, demasiado mayor para salir a pasear, incluso demasiado mayor para seguir soplando vidrio fundido. Todo cuanto podía hacer era sentarse en la vieja mecedora de su padre y ver pasar los días que le quedaban de vida.
Entonces, una fría tarde de noviembre, recibió una visita inesperada.
—Buenas tardes, señor, ¿su nombre es Servando?
Quien así le habló era un elegante caballero que vestía levita negra, chaleco y unos pantalones de trabilla del mismo color. Traía consigo una carta fechada un mes antes y proveniente de la provincia argentina de Tucumán. Tras asegurarse de que estaba ante el destinatario correcto, la dejó en su mano y se despidió. Todo ocurrió muy rápido y Servando ni quisiera tuvo tiempo de preguntarle por la identidad del remitente.
Perplejo, cerró la puerta, regresó a la mecedora y abrió el sobre. Esto fue lo que encontró:
Mi buen amigo, escribo estas líneas sentado en mi despacho, a solas, en una de esas tardes tranquilas que ya lo son todo a nuestra edad. Los años pasan rápidos, casi de puntillas, y antes de darnos cuenta nos vemos abocados a la vejez y a sus reposados quehaceres. Atrás quedó nuestra antigua vida, nuestra fuerza, nuestros sueños, nuestro deseo de conseguirlo todo, incluso lo imposible. Pero es inútil lamentarse, el final estaba pactado desde el principio y no hay lugar para sorpresas ni reproches. Aceptémoslo: nuestro tiempo ha pasado y es justo que así sea.
Lo cierto es que no puedo quejarme. Siempre tuve la vida que deseé tener y me siento satisfecho con las experiencias que he conseguido atesorar a lo largo de la misma. He visto la caída de Francia a manos del mariscal Helmut von Moltke, en la batalla de Sedán; recorrí el viejo continente y sus islas; conocí la Rusia de los Zares y la revolución populista; formé parte de los destacamentos británicos que remontaron el río YangTze durante la guerra del opio, y luché por la independencia de Cuba en la batalla de Baire. Pero mi vida no se ha limitado sólo a viajar y guerrear, también he sido zapatero, buhonero, marinero, tramoyista y hasta he tocado la guitarra en las calles de Sicilia. Ahora, soy propietario de una de las mayores plantaciones de caña de azúcar que hay en Argentina, y los beneficios me permiten vivir de forma holgada y hasta lujosa.
También he conocido el amor, incluida su cara más triste, y no me han faltado amigos, aunque reconozco haber perdido a muchos por el camino. Me he casado siete veces y enviudé tres. Tengo doce hijos y ocho nietos, y dos ahijados a los que quiero con locura. Ya ves que dispongo de todo lo que un hombre pueda desear, sin embargo, no por ello te he olvidado. De un modo u otro siempre has estado en mi cabeza, como un espectador al que tuviese que contentar con mis actos, alguien a quien no debía defraudar. Sabía que llegaría el momento de escribir esta carta y sabía que te encontraría en el mismo lugar de siempre. He recurrido a viejos amigos de la embajada española para hacértela llegar sin temor a que se pierda por el camino; el mensaje es de suma importancia y no podía arriesgarme. Ahora, al final de mis días, necesito compartirlo contigo, necesito decírtelo: mi vida, viejo amigo, ha sido plena, y no siento pena por dejar un mundo que poco o nada más puede ofrecerme. Haber huido por aquella ventana, hace ya tantos años, fue lo mejor que pudo pasarme.
Tu amigo, siempre.
Servando metió la nota nuevamente en el sobre y quedó un rato pensativo. Después, alzó sus ancianos ojos del regazo donde descansaba la carta y sonrió, como no había vuelto a hacerlo desde que era niño.
Rafael Lindem
Escritor. Editor. Consejero editorial inconsciente