PANDEMIA

Si no termino hoy este intento de escribir sobre lo que pasa quizás ya no lo podría hacer. ¿Qué más podría decir sobre esto que pasa? Estoy afectada por la incertidumbre tanto como quien me lee. Sin distinción. Mejor dicho, con un montón de diferencias en las obligaciones y los riesgos de quienes tienen responsabilidades, en las respuestas que la actual cuarentena suscita en las personas, para bien y para mal. Digo que no puedo seguir el vértigo de lo que pasa afuera, en las calles de cualquier lugar. El smog cesa y los animales visitan las ciudades. ¿Qué más pasará? Me escribe una querida colega: “Se caen los sentidos, las explicaciones, los imperativos…” Aparecen “nuevos modos de los que nada sabemos… solo atravesar el instante… Lo demás suspendido, acotado y anudado por el instante”.

Sin duda, en la cuarentena seguiré escribiendo otro libro, es mi asunto; porque esto, la pandemia, pienso yo, un día va a pasar, y los gobiernos y los ciudadanos del planeta tendremos que reflexionar de otra manera y hacer otras cosas. Estoy afectada pero no perturbada. De nada me serviría llenar mi cabeza con información, si esta me precipita en raras anticipaciones de enfermedades y muertes hasta un desastre universal, final y sin salida. Nada de eso es predecible. Es urgente que estemos atentos a cada cosa. Y que si este es, en efecto, un quiebre que separa un antes y un después, me disponga a  rectificar lo que empobrece mi existencia. Debo negarme absolutamente a deslizarme por la pendiente de las suposiciones. ¿Es eso posible? Depende. Si soy como un bloque, estoy a merced de las circunstancias. Si me vuelvo hacia mí, puedo crear una oportunidad.

LA PANORÁMICA IMPOSIBLE

Sexto día de cuarentena obligatoria en Argentina. Cada día, otra angustia. Otros casos, otras muertes. El presidente y el Gobierno eligen salvar las vidas. Unas medidas se acatan y otras resultan ingobernables. Rutas colapsadas en Buenos Aires. Gente que se desespera por ir a trabajar o por quedar sin trabajo, entonces sobrevivir es más urgente; resistiremos mientras no sintamos el cuerpo atenazado por la enfermedad. Los modos de gozar de cada uno jugarán la partida. Aparecen los modos de temer y de entender, de retraerse o de atropellar el obstáculo, de encerrarse o de saltar una valla, de reflexionar o gritar o golpear. De acatar o desobedecer. Las noticias se despliegan ante los ojos como ciencia ficción, porque lo que no toca mi cuerpo y lo mío (aquello que es como la extensión de mi cuerpo) me resulta lejano. Hace un momento supe que en Madrid murieron 23 ancianos en un geriátrico; muertos los cuidadores, ellos también. En Brasil, el presidente incita a “producir”. Un empresario brasilero dice: podremos tener cinco o siete mil muertos, y me duele mucho, pero parar al país será una catástrofe. Yo podría continuar. Y también elegir no continuar por esta vía. La situación sanitaria es gravísima en todas partes. Tampoco paran el narcotráfico y otros ilícitos. ¿Es cierto que los orientales, con sus medios de control y poder sobre las personas, le ganan al coronavirus? Las tradiciones orientales no son las de Occidente, siempre agitado en el mar inquieto de las ideas que van y vienen, convergen o se bifurcan. Desde sus invisibles sedimentos Oriente no es Occidente, esta América no es la otra, etcétera. Ahí se presentan mucho más que “idiosincrasias”.

CORONAVIRUS

Ya se venía anunciando la cuarentena. Cosas de la WWW, recibí vía ciudad de México un artículo que venía de Barcelona. Coronavirus. Lo agradecí mucho. Me sirvió para deslindar mejor la posición de la ciencia y la del psicoanálisis. ¿Son tan diferentes? Sí.

El coronavirus para la ciencia es lo aún indescifrable de la naturaleza que amenaza la vida humana. La psicología acompaña, ordena los pensamientos, calma las ansiedades. El psicoanálisis lee, en el impacto de la pandemia, lo particular de un padecimiento subjetivo; es el campo del goce donde el síntoma insiste y se repite. El afuera impacta de otro modo en el analizante cuyo análisis está en curso. Un analizante artista me escribe: “Trabajé todo el día en el taller. Este silencio me hace bien”. ¿Qué silencio sino el silencio disponible en él?  Una analizante dice: “qué alto precio de angustia pagué en mi vida intentando someterla a una cosmovisión cerrada; mi padre creía en una matemática social y yo lo seguía. Hoy, que no hay certezas, me pregunto ¿alguna vez las hubo?”. Hace tiempo que no nos protege una pródiga madre naturaleza; su actual potencia de destrucción nos amenaza a todos por igual.

¿Qué pasa con el planeta?  ¿No crecen en el Pacífico islas de residuos plásticos? ¿No se extinguen las especies? ¿No arrasan tsunamis, incendios y tornados? ¿No se caen las cosmovisiones heredadas? El antiguo orden natural creyó poder ser domesticado; fue violentado y burlado hasta que mostró sus cartas secretas, sus leyes indescifrables, oscuras. Otros son los héroes de hoy: científicos, ingenieros, matemáticos, tecnólogos y tecnócratas. Fenómenos devastadores del último año sembraron ruina, enfermedad y muerte en todas partes. El extractivismo nunca cesó. ¿Minerales? Sí. Y muertes. Y beneficios. Bienes, dinero, poder, prestigio, lo que se pueda; todo se transforma en dinero más allá de cualquier limite. ¿No se vio la obscenidad de los euros listos para reconstruir la incendiada Notre Dame? ¿Reconstruir qué? Las tortas de bodas del pasado, robadas o no, si no fueron bombardeadas solo son negocios. El coronavirus altera los juegos del poder. Los magnates huyen en sus yates hacia alguna isla desierta; temen que si los mata el coronavirus podrían quedar igualados a los otros muertos en la fosa común.

LOS RECURSOS DE LLENADO

Creo que, a la hora de lo inexorable, cuando nadie está a salvo, cuando solo nos queda encerrarnos, tenemos dos clases de recursos. Unos de llenado: cuidados, aislamiento, advertencias, controles policiales y sanitarios; necesarios en primera instancia. Útiles. Apropiados. Nos ayudan a todos. Nos protegen y tal vez obtenemos ciertos saberes y palabras que recubren un poco el agujero de la incertidumbre. De todos modos, a medida que aumenta la información sobre casos y  muertes, aumenta el sentimiento de la ignorancia en la que estamos. Crecen la angustia y el miedo. Impredecibles desgracias se originan en los contagios, en los cierres de fronteras, en el terror ante el enemigo invisible, en la desesperación de la falta de dinero, en el enloquecimiento transitorio del aislamiento forzado.

Más información, más medidas, más “acatamiento a las normas”, más entretenimientos que embolsan la angustia: el humor, las compras en el supermercado, o los cinco de la familia paseando cinco veces el mismo perro. ¿Cómo están las personas que viven en situaciones precarias, o donde casi no entra el sol, o donde alguno se va volviendo raro, o donde en efecto irrumpe el virus? ¿Creeremos que las tres mil personas capturadas ayer por la policía son, sin excepción, inadaptados, estúpidos, rebeldes? No faltan los insociales, asustados y encerrados en su yo, incapacitados para pensar en el cuidado del otro. Pero pasan otras cosas. El asunto no es tan simple como parece.

Se habla hasta el hartazgo de responsabilidad, de solidaridad, de cuidar al otro, de que somos parte de la sociedad, que a esta la conformamos todos, que depende de cada uno. No podemos ser ingenuos. “La sociedad” no es buena por sí misma; es el reino de los espejos; de lo que se muestra, de lo que se da a ver. La sociedad necesita crear ese velo; es indispensable. Nos gusta cuando nos dicen: buenos días. Pero en la sociedad volcada hacia el espectáculo del mundo se mezclan las buenas y las malas intenciones, acciones, emociones, pasiones. Decir “buenas” o “malas personas” es una atribución incierta. ¿Son buenas por intimidación, por estar privadas de la libertad de decir “sí” y “no”? ¿Son malas por no poder remontar el rencor de lo sufrido? Nada sabemos de lo que oculta la máscara social. Detrás de ella más valdría orientarnos por una ética de las consecuencias de los propios actos. Pregunto: ¿Qué pasa cuando solo se tienen recursos de rellenado? ¿Acaso hay otros al alcance del ciudadano, de la persona, del  individuo?  La sociedad tiene mil maneras de distraerse. En las redes sociales todo rellenado es posible; de altruismo y de maldad. Pueden circular comunicación de ideas, afectos e intereses, y lo contrario, burlas, segregaciones, vicios, terrores, rivalidades. Con frecuencia somos espectadores de la agresividad hostil que termina en violencia asesina. Vemos mil veces el mismo video. Sería bueno ver qué de eso hay en nosotros, en versión más o menos cruda, más o menos domesticada.

LOS RECURSOS DE VACIADO

Empezaré por lo que se llama vuelo de pájaro: en Occidente la edad media estaba envuelta en las creencias de la Iglesia. Un día un tal Descartes dijo: no creeré nada que no pueda probar, porque si “pienso, luego existo”. Más adelante un tal Hegel contribuyó con otro magnífico acorde: “todo lo real es racional”. Pero un tal Kierkegaard, dinamarqués, que sabía muy bien lo que era la angustia, les puso el punto: “Soy donde no pienso, pienso donde no soy”. Me encuentro dividido entre lo que pienso, y la insoportable angustia que me empuja a repetir lo que ni pienso ni quiero, y  no me deja vivir. Ahí estaba el vaciado de los espejismos; se trata de  aproximarnos un poco a lo verdadero de la existencia, a algo más esencial que los artilugios del ser y del tener. ¿Cómo enfrentamos a un coronavirus que no solo amenaza nuestra vida, sino que puede accionar la angustia de pensar que la vida entera se nos cae por el hueco del sinsentido?

Rimbaud, joven poeta, escribió versos, imperecederos… mientras exista la poesía;  “Golpe de tambor, un nuevo amor”. Diré: “Golpe de coronavirus, y quizás, tal vez, ¿por qué no? un nuevo amor”, un cambio en mi discurso, un dejar que algo nuevo circule en mis pensamientos pese a lo sombrío del momento, que algo abra una ventana en los discursos solidificados que se repiten en estos días sin variaciones de sentido. A veces no se puede. Somos chupados por las imágenes y las palabras; estadísticas, anuncios, prescripciones, amenazas, instrucciones, que a la vez que atajan, crean las escenas de terror en nuestras mentes. Inútil repetirnos: “todo estará bien”. ¿Por qué no intentar que suceda algo diferente, un suspiro, un hiato, un silencio? A cierta distancia del ruido, un vacío hace surgir la presencia de una ausencia, otra palabra, un afecto, una idea. Se puede ver algo que no veíamos, comprender algo que no se nos había ocurrido, sentir, en el cuerpo que habitamos, un alivio diferente y verdadero (no artificial, ni imaginario, ni pasajero). Si algo así me acontece para bien de mi espíritu, pasará, pasará, pasará… a los otros. Donde eso resuene hará lugar a otra idea de lo colectivo, a otra calidad de lazo social.

Había escrito algo sobre estas cosas. Elisa Bellman, escritora, amiga y colega de Rosario, me escribió que hace tiempo había hablado con algunos de que “la inteligencia artificial” podía ser vista como una probable amenaza al salvajismo neoliberal. Lo que hoy sucede la lleva a pensar en “la inteligencia natural”.  El  coronavirus no es un ser vivo. Me explica: desconoce sexo y muerte, roba vida de las órdenes genéticas del núcleo de la célula en la que se replica. Elisa contrapone esta “inteligencia natural” con algo que leyó de Clarice Lispector: “Esa cosa sobrenatural que es la vida…” Oponer, en la voz poética, lo natural del virus y lo sobrenatural de la vida humana, es señalar lo abierto de donde salen los recursos de vaciado. El capitalismo salvaje resucitará; al modo liberal de Occidente. O a la manera totalitaria de Oriente. El impredecible sujeto del psicoanálisis es extraterritorial.

¿QUÉ  PODEMOS HACER?

En resumen, afectada por la incertidumbre tanto como quien me lee, propongo lo que yo misma me propongo, ir construyendo día a día un discurso que se distancie, por poco que sea, de lo que se dice. Eso es leer. No dejaremos de palpitar cada día lo que en el instante aparece, pero tomarlo en serio no es igual a replicarlo, como hace el virus.  Leer en lo que pasa es vaciarlo un poco de sus evidencias. Vislumbrar lo que ni se oye ni se ve. ¿A dónde nos conduce esto? Evoco una experiencia marinera. El ancla no detiene al barco. Se echa el ancla en un lugar, se queda el barco ahí el tiempo que valga la pena permanecer, hasta que algo —un deseo, la pesca, los vientos, la tormenta— decide al timonel a levantar el ancla. Desde ahí, el rumbo se mantiene o cambia. Lo que en cada lugar se aprehende (diferente de lo que nos dan a ver), y aunque no lo sepamos, va construyendo el discurso que sujeta y orienta los pensamientos.

¿Qué pasará?  ¿Cuándo saldremos de esta niebla espesa que cubre a muertos y vivos?  ¿Quién va a morir? ¿Habrá ocasión de torcer la marcha suicida contra el planeta y contra cada uno de los hombres? No caigamos en la tontería de creer que decir los hombres recae en el género hombre, sin duda hacedor del mundo, después aferrado a su poder,  congelado en patriarcado. Aquí el hombre es la Humanidad, deshumanizada mientras iba hacia el robot, dispuesta a domesticar a la naturaleza, y a borrar las perplejidades del sujeto. Nada inquieta más a los poderes que ese sujeto de la palabra que puede volverse hacia sí (¿qué pasa?, ¿qué me pasa?) y leer y escribir con los otros y hacer que algo quede firme, un anclaje, una mirada, la idea que orienta.

Mientras se es exitoso en llenar de sentido a todo lo que pasa, se puede vivir toda una vida sin registrar las cosas del mundo y de sí mismo que no se comprenden. El sentido es siempre religioso, recubre, no tiene otra certeza que la fe que presta. Derrida[i] habla de las nuevas figuras tele-tecno-media-científico-capitalistas y político-económicas que han surgido originales y sin precedentes. Cada día, desde que encendemos cualquier aparato, estamos haciendo actos de fe en la ciencia y en la técnica de las que no sabemos nada. Es la atmósfera que rodea la relación con al otro, donde caben desde la manipulación hasta la interrupción absoluta de los lazos humanos. Diría Heidegger, es la hora del desencantamiento del mundo.

A MODO DE MODESTÍSIMO EPÍLOGO

La pandemia nos empuja a un tiempo que ya no responde a los relojes, enrarece y hace temible el propio cuerpo. Lo familiar se vuelve extraño, un espacio imaginario proyecta sus figuras en el espacio métrico y cúbico del aislamiento. El miedo infla los fantasmas individuales y colectivos, pone en movimiento la religión del sentido.  Lacan la llamó “pasión de la ignorancia”; permite ignorar la radical soledad del ser que habla, su vulnerabilidad, lo que de golpe le aparece a uno desprovisto de sentido. Con el coronavirus, la naturaleza se vuelve para el humano a nivel planetario y en lo colectivo, una experiencia de lo real sin sentido. Un amigo catalán ofrecía en su texto, para “una experiencia colectiva de lo real lo menos traumática posible” esta máxima de los estoicos: “serenidad ante lo previsible, coraje ante lo imprevisible, y sabiduría para distinguir lo uno de lo otro”.

 

Notas

[i] La cita fallida 3. En Argentina. De la mirada al inventario, Buenos Aires, Grama, 2019, p. 259.

Carmen González Táboas

Carmen González Táboas 
Psicoanalista

Showing 2 comments
  • Gustavo

    Magnífica crónica. Un testimonio de tu lúcida mirada sobre el mundo, que no pretende arrojar respuestas sino más bien sumarse al interrogante en el que todos estamos sumergidos. Pero las buenas preguntas suelen ser más productivas que las respuestas improvisadas.

  • Juli

    Carmen, disfruto mucho de escucharte y de leerte mediante tus publicaciones en este blog. Hoy, después de ya 120 días de cuarentena la incertidumbre por el después me resulta aún mayor y te agradezco por compartir tus reflexiones al respecto. Admirable.

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