“En todas partes del mundo asistimos a una suerte de epidemia paralela: los gestos de amor”.

Nos asombra que en estos tiempos infectos la humanidad muestre no solo su cara de terror, sino también la sonrisa de la generosidad. En todas partes del mundo asistimos a una suerte de epidemia paralela: los gestos de amor. De amor indiscriminado, de amor que no se dirige a nadie en particular, sino a nuestra propia condición de criaturas desamparadas. Lo vimos con las imágenes de los incendios en Australia (que al día de hoy han pasado a un segundo plano, al punto de que no sabemos siquiera  qué sucede) y la conmoción y la ternura despertada por los animales muertos o heridos. Fuimos testigos de acciones directas e indirectas de compasión. Las redes sociales se movilizaron para contribuir a aliviar esa desgracia. Así somos. Capaces de destruirlo todo, pero también de hacer lo que sea por salvar la vida de un koala. Todo depende del discurso y de las metáforas en las que transcurre cada momento histórico. Lo mismo que  hoy es objeto de odio y de rechazo, mañana puede convertirse en objeto de nuestra misericordia. Hoy matamos y mañana damos la vida por aquello mismo que habíamos odiado. Los emigrantes, por ejemplo, a los que ubicamos en distintos casilleros según las épocas. El caleidoscopio del ser hablante cambia de configuración constantemente. La mano de la historia lo hace girar y el ojo reacciona de forma diferente, siguiendo el curso de lo que le dicta una fuerza interior tan ingobernable y misteriosa como la que dirige el Universo. Podemos escuchar a Bach al mismo tiempo que ponemos en marcha los mecanismos de las cámaras de gas, o por el contrario arrojarnos a un mar embravecido para que no se ahogue un perro.

Mi querido amigo Javier Peteiro, un sabio investigador en medicina y experto microbiólogo, cree en Dios. No en aquel a los que se encomiendan los fieles de la Iglesia, sino en el que se le manifiesta cada vez que se asoma a la belleza y la perfección de la vida. Es una fe personal, desligada de todo discurso institucional y solo basada en la armonía de la naturaleza, ese resplandor que incluso puede ser diabólico, pero que jamás incurre en el mal gusto. Ese rostro de Dios tal vez sea el que en estos días se ilumina en las grandiosas pequeñeces que brotan  para contener este sufrimiento, esta catástrofe desparramándose  a toda velocidad. El mendigo que hasta ayer era objeto de indiferencia, hoy encontrará refugio y una cuchara que llevarse a la boca, y algún voluntario que cocinará para él los alimentos que otro ha donado. Los ancianos confinados en las residencias reciben ayuda incluso hasta de personas desconocidas. Aquí en España, donde la peste muestra los dientes del medioevo y diezma sin miramientos, la ética se alza por encima de las bajezas morales. Hay episodios que ponen a prueba la calidad y entereza de un pueblo, y este es sin duda uno de ellos. No es el único que así está obrando, sin duda, pero hablo de aquel en el que vivo. Dos enfermeras gaditanas, enfrentadas al horror cotidiano, han sacado unos minutos de su tiempo, eso que desesperadamente les falta,  para filmar un vídeo donde enseñan cómo desinfectar la casa con agua y lejía. Lo hacen a su manera, cantando y bailando unas coplas que han inventado, sin que falte siquiera la rima. Si eso no es amor, que baje el Dios de Peteiro y me lo aclare.

Gustavo Dessal

Gustavo Dessal 
Psicoanalista. Escritor. Asesor y Referente inconsciente en España

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