MALAS PALABRAS: SEXO
No son sólo los términos fuertes, esos que apenas velan su linaje carnal. También son “malas palabras” las que están signadas por el desprestigio, el anacronismo, la incorrección política y la desaprobación de la opinión ilustrada. Esa misma opinión tiene la fineza de disimular su propio estatuto de clisé, de frase hecha, de fetiche ideológico, de pensamiento prêt-à-porter, de iglesia laica. Nada como las ilustres baratijas de los intelectuales para ejemplificar lo que Lacan refirió como las “palabras para no decir nada”. Por eso, ocasionalmente la mala palabra puede ser una palabra plena. Si es la que queda por fuera del uso, adquiere la dignidad del resto. Y eso la acerca a la cosa que somos.
Una palabra malísima para la perspectiva de la corrección política es el término sexo. Expulsado del lenguaje académico por la inquisición igualitaria, va pasando a ser sustituido por el descafeinado término género. Decir “sexo” hoy significa, en el lenguaje que se pretende iluminado, regresar a la edad de piedra y asumir una posición esencialista, naturalista, conservadora. No tiene mucho sentido explicar a los lémures de la corrección política que el edificio entero del psicoanálisis –desde Freud- se asienta en el postulado de la ausencia de instinto. Que la sexualidad se construye, y que puede construirse de diferentes maneras es nuestro “a-b-c”. Sin embargo, la referencia a “lo sexual” persiste en el discurso analítico. No somos esencialistas, pero tampoco somos nominalistas. No somos nominalistas en tanto postulamos el objeto a, y que las palabras pueden tocarlo, no significarlo. Entonces, la referencia sexual persiste en nuestro discurso. Acaso porque los psicoanalistas no pasamos por alto que la muy temprana distinción de géneros no parece traer conflicto alguno para el sujeto. Y eso contrasta notoriamente con el carácter traumático que siempre tiene el descubrimiento de la diferencia de sexos. Ese traumatismo demuestra que, lejos de tratarse de un dato natural, de lo que se trata en el sexo es de un significante que nunca se termina de asumir, que nunca termina de “entrar”. Es el “signo de la virilidad”, como dijo Freud, y que Lacan conceptualizó como Bedeutung del falo.Lo fundamental es que hay quien no lo tiene, y desde el momento en que hay quien no lo tiene sucede que nadie lo es. A eso lo llamamos “castración”. La perspectiva de género es la de una sexualidad sin ese ingrediente desagradable que es el falo, especialmente vinculado a lo “macho”, palabra mala si las hay en los tiempos que corren.
A esta altura el lector progresista habrá sacado su previsible y eclesiástica conclusión acerca del carácter restauracionista de estas declaraciones. Por mi parte estoy seguro de que todo intento de restauración –en particular de lo viril- no solamente fracasará, sino que además será atroz. Soy freudiano, y sé que es vano querer restaurar lo que sea porque nada desaparece nunca. Expreso una curiosidad y planteo un problema, porque me pregunto por la evolución de una sociedad que empuja lo viril hacia los márgenes. También como freudiano me resulta harto sospechosa una época que se cree libre, cuando al mismo tiempo se esfuerza por desalojar el término “sexo”. Los psicoanalistas preferimos hablar de “sexuación”, pero ello no nos salva de la incorrección política (por fortuna). Para Freud era claro que su noción de la sexualidad implicaba una ampliación que iba mucho más allá de lo que vulgarmente se suele entender por “sexo”. Eso no impidió que Lacan nos recordase, oportunamente, que el discurso analítico está ligado intrínsecamente a lo que en inglés se designa con el verbo to fuck. Esta es, sin duda, otra mala palabra en los tiempos que son los nuestros, los del goce obligatorio y la declinación del deseo.