”Desde hace un tiempo cultivo cierta idea de la filosofía abierta a los contactos interdisciplinarios, es decir, no comparto la idea de la filosofía encerrada en su propia lógica académica sino una filosofía que se derrama hacia el encuentro de otros saberes.”
Esteban Ierardo responde:
I
Desde hace un tiempo cultivo cierta idea de la filosofía abierta a los contactos interdisciplinarios. No comparto la idea de la filosofía cerrada en su propia lógica académica sino una filosofía que se derrama hacia el encuentro de otros saberes vinculados con el arte, la literatura, la mitología.
Me resulta de particular interés la literatura y la historia de las religiones, es decir, en ese círculo de cierta amplitud yo busco —consciente o inconscientemente a veces— encontrar una filigrana, un conector vinculado con el pensamiento pero que se expresa de forma múltiple y no solo a través de lo unilateral de un discurso lógico, racional. Creo que la filosofía se enriquece porque de alguna forma se reinventa más allá de su constitución como discurso oficial, serio, solemne, impartido en las facultades.
En ese sentido creo que uno se acerca más, o intenta acercarse más, a lo que es la idea seminal de la filosofía en occidente, en parte manifestada por su propia raíz etimológica. Porque a veces se olvida que filosofía viene de filia, de amor o amistad por Sofos, por la sabiduría, lo cual supone que —ya desde su raíz, desde su origen griego, histórico, en occidente al menos— la filosofía alude a una actitud relacionada con lo pasional, con lo erótico, con facultades, experiencias del ser humano que son previas al uso de la razón y eso ya deconstruye la idea habitual de que la filosofía tiene como único centro el cultivo de algún tipo de desarrollo racional, intelectual.
La realidad: primero está la pasión, primero está el amor, el Eros, una actitud, y creo que luego viene el intelecto, el tratar de pensar qué es lo que ocurre en esa experiencia. Lo cual quizá nos puede llevar a una reflexión en cuanto que podemos vislumbrar un doble origen de la filosofía, como una actitud y como a una forma de discurso.
Como actitud, Aristóteles intentó responder a cuál sería la actitud primaria que lleva a una mente filosófica a interrogarse por los sentidos de la vida o el universo siendo que esta actitud sería el asombro, es decir, un impacto emocional frente a lo misterioso del mundo a diferencia de la vida corriente donde somos básicamente indiferentes. El enigma del mundo no hace diferencia, e incluso ni siquiera es un concepto abstracto, es una ausencia.
II
La actitud básica del filósofo y del artista creo que es en parte una repetición inconsciente de lo que pudo haber sido la experiencia primaria del hombre prehistórico en el alba de la humanidad, cuando el hombre no estaba mediado por sofisticadas tecnologías, sofisticados sistemas de pensamiento, de religión o de creencia.
En un comienzo podemos especular que el hombre estaba desnudo, en el sentido metafórico de no tener todavía una cultura sólidamente desarrollada que le permitiera interpretar el enigma de mundo. Entonces, seguramente, la primera experiencia del hombre fue el asombro, la interrogación frente a este mundo que está aquí —ya envolviendonos— y cuyo sentido no es claro, no es transparente. Esa parte de trasparencia del sentido fuerza, obliga a que el hombre busque darle un sentido. La actitud del asombro lleva a esa búsqueda de sentido y ahí empezamos a vislumbrar el otro origen de la filosofía, que es el discurso.
Podemos decir que también en la experiencia religiosa y en la experiencia poética hay como sentimiento madre un asombro frente al enigma, la falta de sentido manifiesto transparente del mundo y entonces la poesía y la religión construyen su propio camino para responder o poner un sentido ahí donde en principio hay una ausencia de sentido manifiesto.
En el caso de la filosofía —y esto sería su doble origen vinculado con el discurso— en occidente se distingue del mito, y de hecho ese su origen, a partir del siglo VI a. C., cuando lentamente va surgiendo una primera estela de pensadores, los llamados pensadores presocráticos, que son aquellos que intentan encontrar el primer fundamento, el fundamento de todo. Mediante un discurso que en un principio combina estructuras metafóricas, literarias, narrativas del mito con lo que va a ser el discurso específico de la filosofía en su historia, que es el discurso de la argumentación lógica, es el discurso de la explicación racional y, en principio, sistemática, por lo menos en una gran muestra de ciertos distinguidos y célebres pensadores.
Por lo tanto, en su origen, la filosofía remite… Y eso creo que es fecundo para pensar no solo la idea de un intelecto filosófico, racional, autorreferente sino que, de alguna forma, pensar… El origen incluso etimológico de la palabra filosofía, nos hace vislumbrar que la filosofía brota como una continuación intelectual de un primer estado emocional sesgado por ese asombro en el que, por la emoción, el hombre percibe la ausencia de sentido y luego, en su historia, la filosofía abre la epopeya de construir distintas versiones de ese sentido para que haya un sentido presente que fundamente la cultura, que le de un pilar, un fundamento a la vida cotidiana.
Lo que pasa es que también se puede pensar que la filosofía es la invención épica y trágica del sentido, en cuanto que ningún sistema filosófico en la historia —no solo de Occidente sino de otras culturas, entiendo— puede aspirar a tener el monopolio último y definitivo del sentido que realmente obtura, supera esa ausencia que está en el comienzo de la existencia humana. Y ese destino trágico de la filosofía en cuanto a no poder ser un discurso unificador, un discurso que encuentre y capture la supuesta verdad, el supuesto sentido primario de las cosas, explica ese sentido agonístico de lucha constante que aún hoy hay entre distintos caminos del pensamiento.
Por lo tanto, en la filosofía hay emoción, hay asombro en su origen, algo próximo a la poesía y después hay una búsqueda épica y trágica —en definitiva insatisfactoria o frustrada— en cuanto a esa ambición original de la filosofía, de por la razón descubrir y decir: “Este es el sentido, este es el pilar madre y definitivo del universo”.
A su vez, surge una actitud frente a ese fracaso trágico y épico de la filosofía. Algunos son nostálgicos de esas épocas donde la filosofía creía seriamente que estaba destinada a descubrir ese sentido y a expresarlo en un sistema filosófico totalizador y definitivo. En la cultura moderna, sin ninguna duda, el último gran referente de esa voluntad de demostrar la filosofía unificadora, que descubra el sentido madre del mundo culto y de forma definitiva, es Hegel. La filosofía hegeliana es algo así como la cumbre más ambiciosa, el vuelo de águila más amplio y majestuoso en el siglo XVIII y en el siglo XIX.
Pero ocurre que la filosofía es un organismo en mutación, en transformación, en una evolución. Lo cual no significa que sea una evolución hacia lo mejor sino que, como la vida de los organismos, de los cuerpos, el cuerpo de la historia de la filosofía está en cambio y transformación; y la transformación más reciente, o la del siglo XX, respecto a ese cuerpo de la filosofía, es de alguna forma la voluntad de extirpar de forma definitiva, casi como si fuera un tumor, esa ilusión en el cuerpo de la filosofía en cuanto a que cierta filosofía puede descubrir, para hacerlo sencillamente, la verdad definitiva.
Hegel aspiró a esa verdad mediante un gran sistema filosófico sustentado en la dialéctica, donde toda la historia de la filosofía anterior no estaba equivocada sino que era el preámbulo para una síntesis dialéctica, superior, definitiva, que sería la propia filosofía de Hegel.
En el contexto histórico donde Europa desarrolla un capitalismo que se desborda vía expansión colonial, buscando nuevos mercados. Es decir, esa concepción de Europa como centro de la historia. De alguna forma Hegel, desde la filosofía, suscribe esa actitud europea que aún hoy —de forma más oculta— se autoatribuye ser la vanguardia, la cumbre, lo más alto de la historia humana.
Por lo tanto, algunos pueden tener nostalgia todavía de aquella quizá ilusión, quizá ingenuidad, quizá deseo siempre insatisfecho de la filosofía como sistema definitivo, como la totalidad que encuentra sentido, lo sistematiza, lo expresa en contexto y después, de eso, lo único que queda es ajustar las piezas de ese sistema definitivo.
Otros lo ven como una liberación, esta ilusión, este “tumor” del cuerpo filosófico de la modernidad y también de la Grecia Clásica. Aristóteles y Platón también creían que la filosofía estaba destinada a descubrir el sentido. Lo liberador se vincula con lo que muchas veces se llama las filosofías postestructuralistas, las filosofías posmodernas, en un sentido muy amplio, en cuanto a que son filosofías que renuncian a la unidad, renuncian a un discurso universal.
Como dice un filósofo francés Lyotard, que inicia esta corriente con su libro La condición posmoderna de 1979, en esta filosofía hay una renuncia a los grandes relatos. El gran relato hegeliano, moderno, ilustrado: “Esta es la verdad, y hay una sola naturaleza humana gobernada por esta verdad”. En contra de esa verdad universal, única, en la posmodernidad, en el posestructuralismo hay un goce por lo fragmentario, un goce por la multiplicidad que nunca puede ser superada o disuelta por la gran unidad.
Y en ese devenir de las muchas verdades pequeñas, en esa fiesta de la multiplicidad, algunos pensadores encuentran que la filosofía se convierte en fiesta, deleite, en un acto creador. Cada filosofía es un acto de creación, tiene un valor estético que no está destinado a esa búsqueda dura, trágica, de la filosofía como la que debe encontrar la verdad y así anunciarlo entre grandes trompetas y anuncios solemnes.
Lo que ahora queda es una filosofía de la creación, que se acerca a la creación artística, una filosofía que renuncia a una verdad universal y, por lo menos en teoría, negar una verdad universal. Esto supondría un ajuste previo: negar una verdad universal no significaría necesariamente negar la existencia de algún tipo de fundamento o proceso universal que sea el origen o el sentido más escondido de la vida. Quizá exista esa verdad, quizá exista dios como un ejemplo de esa verdad. Pero lo que ocurre es que el conocimiento humano se revela como incapaz de descubrir ese gran orden o esa gran verdad en cuanto a llegar a una filosofía que explique de forma tan clara e indiscutible esa supuesta verdad que impida la permanencia de la discusión.
Quizá el hecho de que la filosofía, desde sus orígenes hasta hoy, esté inmersa en una polémica, en un conflicto constante, significa que quizá la carencia no viene de la filosofía como discurso racional en sí mismo sino que es un aspecto de una carencia anterior, que es la carencia del propio intelecto humano, o quizá del cerebro humano, desde una perspectiva más cercana a la neurociencia contemporánea, en tanto que lo condicionado y limitado del cerebro como unidad de inteligencia de la biología humana, su carácter limitado, se expresa a nivel intelectual en cuanto que el cerebro humano no puede sostener un intelecto, un ejercicio de conocimiento que realmente capture una verdad genérica, universal, sin ningún tipo de discusión o sin la posibilidad de agotar otras perspectivas, otras interpretaciones.
III
La afirmación, que es muy propia de la filosofía postestructuralista o posmoderna, en cuanto a que la filosofía contemporánea debe renunciar a esa seria verdad universal que buscó la modernidad, que buscaron algunas filosofías de los griegos también, que buscó o creyó tener el cristianismo desde otro discurso religioso, no supone necesariamente caer en escepticismo gnoseológico. Porque quizá exista esa verdad, quizá exista un orden divino subyacente a las cosas.
Lo que ocurre es que el intelecto humano se demuestra incapaz en cuanto a comprender esa complejidad o resolverla en una fórmula que sea clara e indiscutible. Y quizá esa carencia del intelecto humano, por derivación del cerebro humano, hace que la filosofía sea un discurso de creación de perspectivas, de interpretaciones, de posibilidades de la verdad —un poco lo que proponía Nietzsche— y no un discurso de la captura de ese orden definitivo, que quizá existe pero que parecería que está fuera del intelecto humano, fuera de las posibilidades del cerebro actual del hombre y en definitiva fuera del lenguaje humano.
Por lo tanto, quizá esa verdad exista y tenemos que dejarla como una instancia o vedada al hombre o quizá accesible por otras vías: la del arte y la de la experiencia mística, que es distinta a la del relato religioso.
El arte porque quizá la sensibilidad artística, en ciertos momentos de creación… La experiencia del artista se derrama —usando un poco una palabra de foucault— fuera de los límites del lenguaje y quizá tenga una experiencia de encuentro con esa gran verdad, con ese gran teatro de la verdad oculta. Pero, cuando luego intenta expresarlo, solo lo podría hacer por la vía indirecta de la metáfora, del símbolo: no por un concepto válido para todos y que despeje cualquier tipo de duda o de otras perspectivas. Porque el arte se expresa indirectamente por la metáfora y no por un discurso claro, lógico, definitivo, como pretende hacerlo la filosofía.
Y quizá la experiencia mística, que es un aspecto oculto o interior de la experiencia religiosa, quizá tenga un encuentro con esa gran verdad. Pero, los propios místicos lo dicen, después de ese encuentro que está fuera del lenguaje y que es silencioso, cuando el hombre retorna al lenguaje, el lenguaje se manifiesta como una celda, porque el lenguaje y sus conceptos limitados obligan a que la expresión de esa experiencia sea limitada y, por lo tanto a lo sumo puede sugerir una experiencia que escapa a la palabra y al lenguaje.
Por lo tanto, aunque el arte y la experiencia mística tengan contacto con esa experiencia de verdad profunda, la filosofía, que se desenvuelve en el territorio de la palabra conceptual, que pretende ser clara, ordenada, unívoca, le estaría vedado esa posibilidad de experimentar conceptualmente esa verdad definitiva.
De este lado, del lado del hombre, quedaría gozar por los distintos juegos que el intelecto crea, casi como si fuera una creación artística, distintas teorías para interpretar esa verdad que, aunque exista, se le veda a la razón humana. Está en perpetua fuga o alejamiento y, por lo tanto, que la filosofía renuncie a aquella gran pretensión de la verdad definitiva es un alivio, es una liberación, es lo que permite que la filosofía se reinvente en algo más cercano a la fiesta, al goce, al arte, sacándose de encima ese peso tan agobiante de estar destinado a decir: “Esta es la gran verdad”.
Por otro lado, esto también significaría que uno tendría que llevar a la práctica, a la vida cotidiana, esta forma de pensamiento que goza con las interpretaciones, que goza con las perspectivas, pero que renuncia a esa gran verdad y que ahí vuelve a poner la ausencia que había estado en el comienzo.
Es un poco como que cierta filosofía contemporánea goza con sacar esa gran piedra de verdad tapando la ausencia que siempre estuvo atravesando la historia en la relación del hombre con la vida. Siempre fue una ausencia el sentido, porque el sentido siempre es una interrogación, siempre es algo escondido, siempre es algo oculto y para ocultar esa ausencia el hombre tuvo que inventar algo muy solemne, muy denso, en definitiva, algo que demandó una obediencia desde un autoritarismo en cuanto: “Esta es la verdad, esta es la gran piedra de la verdad que tapa la ausencia, y no sólo estuvo a comienzo, sino que está constantemente en el tiempo humano”.
Volver a reconocer la ausencia, volver a reconocer que el intelecto humano no puede tapar esa ausencia, en lugar de ser una renuncia a la gran verdad, de ser algo regresivo, es algo que reinventa a la filosofía en cuando a ligarla con aquello que nos lleva a una experiencia de renovación, a una experiencia de generar nuevas interpretaciones, una experiencia de goce con lo nuevo, con aquello que no busca llegar a la verdad inmóvil de una vez para siempre y, por lo tanto, hay un movimiento, hay un juego constante, que permite encontrar nuevas interpretaciones.
De alguna forma, esto funciona si en la propia vida —yo entiendo u opino— uno renuncia al diálogo o a la trasmisión de la filosofía como refutación. Es decir, la ausencia es constante y esa ausencia, quizá, el artista o el místico pueden explorarla y llegar a lo que está en el fondo de esa ausencia; en la filosofía, que es intelecto, que es lenguaje, no existiría esa posibilidad.
Entonces, lo que queda es asomarse a ese gran vacío —ese gran cono de volcán que nos lleva a una profundidad donde no hay ningún sentido claro—, gozar con ver los bordes de esa ausencia, danzar, bailar, creando nuevas interpretaciones respecto a lo que puede haber en el fondo de ese gran vacío, pero sin pretender que haya una respuesta que se tenga que imponer por una violencia política, ni tampoco por la violencia verbal que es la violencia de intentar siempre refutar al otro, convencer al otro, en cuanto a que: “Esta es la piedra, esta es la gran interpretación que tapa esa ausencia”.
Creo que esto es muy liberador, no solo en cuanto a la filosofía como apertura a distintas interpretaciones, sino también en la relación intersubjetiva entre el filósofo o cualquier persona que proponga algo del orden del pensamiento y su transmisión, su diálogo con el otro. Aquí ya no va a haber una intento de imponer mi idea al otro como si fuera la idea verdadera, que si no pensás así estás cometiendo algo falso porque no ves cual es La idea, El sentido, y de alguna forma uno intenta rectificar ese error, hacerte un bien, en cuanto a que veas la verdad que está ahí tapando la ausencia.
La renuncia a la refutación creo que hace que el diálogo pueda ser una interacción en cuanto estímulos para distintas formas de interpretar las cosas y ya no La forma, La religión, La filosofía, La política, que sería el gran sentido que viene a cerrar esa ausencia de angustia de un sentido de enigma que quizá está al comienzo, está durante y estará siempre en cuanto a los límites de la existencia humana.
Hablo de convivir creativamente con la ausencia. Una vez que se renuncia a la posibilidad humana de encontrar la gran verdad, y a su vez se renuncia a tratar de convencer o imponer esa gran verdad, creo que puede surgir dos actitudes. Una actitud de cierta depresión profunda o de cierta melancolía, y una actitud que se resigna a la fuga de una verdad inalcanzable, pero de alguna forma debilitando la vida, sofocando la pasión de vivir: si la vida no tiene un gran sentido es como que la vida no tiene sentido, y si la vida no tiene sentido parecería que la vida no tiene sentido ser vivida y lo único que queda es una resignación del dolor, de una tarde donde las luces se apagan, de una melancolía otoñal donde parece que nos tenemos que despedir de la vida.
Ahora, en eso hay una huella de aquella vocación o voluntad de que exista esa gran verdad, de poder poseerla, de poder basarse en ella, sostenerse en ella como gran muleta, como gran protección frente a una vida de una complejidad que a la mente humana se le escapa.
Pero yo creo que puede haber otra actitud. En lugar de la actitud de lamento de una vida que ya porque no encuentra un gran sentido para todos no tiene sentido incluso para mí; la otra actitud es celebrar que, aunque ese sentido exista, el hombre no pueda poseerlo, porque si el hombre poseyera ese sentido de forma definitiva, de alguna forma ¿para qué continuar con la aventura del pensamiento? ¿para qué continuar con la aventura de la metáfora poética? Porque si hay un sentido seguramente va a haber una poesía que es la cumbre para expresar ese sentido ya capturado, ya manifiesto.
Creo que el que vivamos flotando en una nada —pero no una nada en cuanto, insisto, a una posible presencia de un sentido que se nos escapa—, si seguimos viviendo en una nada donde, aunque ese sentido exista, se nos fuga, se nos escapa de las manos como polvo de arena, eso continuamente estimula a renovar el pensamiento que intenta interpretar ese sentido siempre ausente. Eso renueva al artista buscando nuevos caminos de creación, nuevos símbolos que quizá inconscientemente más rocen, más se acerquen, más exploren la profundidad de ese espacio de ausencia.
E incluso si a las religiones llevamos una cuota de mayor espíritu lúdico, la religión quizá se podría recuperar como el derecho a crear los propios cultos, a sostener las propias creencias religiosas, que no deben ya estar legitimadas por las grandes tradiciones religiosas, por la gran institución religiosa sino que, de alguna forma, sería reivindicar el derecho a una creencia religiosa casi como un acto de creación artístico propio, donde quizá para uno esa creencia religiosa actúa como la verdad fuerte porque para mí quizá es lo que le da trascendencia y valor a la vida en términos absolutos, como si un dios me lo garantizara. Pero en tanto que yo acepto que no es legítimo aspirar a que el hombre capture esa verdad y se le imponga, busque evangelizar, convencer a otros, yo lo mantengo como una verdad propia. Y esa verdad propia, que no pretendo imponer a otros, me alimente en cuanto a mí intensidad de vida, en cuanto a mi deseo de seguir creando, de seguir relacionándome, desde un sentido de fiesta, de convivencia con la dignidad del otro.
Entrevista realizada por Iara Bianchi.