”Entiendo que es una pensadora muy rica para pensar el lugar del intelectual. Nos lleva a pensar la posibilidad de un librepensador…”
”Creo que las culturas, los tiempos históricos, las épocas, constituyen un tipo de mente, cierta estructura mental. La pregunta es si ciertos individuos tienen la capacidad de encontrar grietas, aberturas, en esa estructura mental para poder acceder a otro tipo de reflexión, otro tipo de interpretación del mundo o a otro tipo de experiencia.”
Esteban Ierardo responde:
Hannah Arendt entiendo que es una pensadora muy rica para pensar el lugar de lo intelectual. Nos lleva a pensar la posibilidad de un librepensador. En un sentido estricto, seguramente que nadie piensa con absoluta libertad. Todos estamos condicionados por una marca cultural que se nos impone desde la educación, desde la socialización, nuestra infancia…
Por lo tanto, creo que las culturas, los tiempos históricos, las épocas, construyen un tipo de mente, cierta estructura mental. La pregunta es si ciertos individuos tienen una capacidad de encontrar grietas, aberturas en esa mente, en esa estructura mental, para poder acceder a otro tipo de reflexión, a otro tipo de interpretación del mundo o a otro tipo de experiencia.
Yo creo que bajo ciertas condiciones es posible todavía un pensamiento que deconstruye lo dado, la mente creada por nuestra cultura bajo ciertas limitaciones. Esa deconstrucción, en el caso de un intelectual, significaría seguir reivindicando la posibilidad de que el intelectual, en lugar de repetir o legitimar esa mente, esa estructura mental dada por su época, es capaz todavía de encontrar zonas de salida.
El caso de Hannah Arendt creo que es muy rico para reflexionar sobre la actitud de un intelectual. El hecho que desencadenó una célebre polémica consistió en el juicio a Eichmann, el criminal de guerra nazi que fue capturado en 1959 en Argentina —donde vivió mucho tiempo— por el servicio secreto israelí, el Mossad, y se lo llevó a Jerusalén para ser juzgado. Su juicio se convirtió en una suerte de espectáculo global, difundido por la televisión, y un periódico neoyorquino, The New Yorker, contrató a Hannah Arendt, que ya en ese momento era reconocida como una intelectual creativa, básicamente en el ámbito académico, por algunas obras como El origen del totalitarismo.
Hannah Arendt se calificaba a sí misma, y esto creo que es importante, no como una filósofa, no como una pensadora en un sentido clásico, sino como una teórica política, y esto hace posible algo que después voy a comentar.
Es entonces contratada por ese periódico neoyorkino. En principio, el supuesto de la confrontación es que es una mujer, un intelecto muy lúcido capaz de hacer una síntesis inteligente, selectiva, de los puntos más gravitantes del juicio, pero también es judía. Entonces, el supuesto era que como lúcida-intelectual-judía ella iba a avalar la postura de enojo, de exigencia de rápido castigo sin mayores vueltas respecto a Eichmann.
Lo que ocurre es que Hannah Arendt era judía, nunca negó su judaísmo, pero ella reivindicaba la condición de librepensamiento para el intelectual. Es decir, el intelectual pleno es aquel que intenta construirse como aquel que manifiesta un pensamiento propio, evitando o negándose a aceptar presiones, condicionamientos de orden político, de orden religioso, de orden cultural inclusive. Por lo tanto, desconocían lo que era la autopercepción de Hannah Arendt de intelectual, como librepensadora.
Ella no fue a presenciar el juicio a Eichmann para convalidar lo que se esperara que dijera, aprovechándose de su prestigio o por su prestigio dándole mayor convalidación a la postura que todos esperaban desde la comunidades judías respecto a Eichmann: su condena sin ningún tipo de matiz, sin ningún tipo de salvedad. Todos esperaban que ella legitimara, por su prestigio, la gran condena, sin ninguna posibilidad de encontrar algún matiz respecto a la responsabilidad criminal de Eichmann.
Lo que ocurre es que Hannah Arendt va a elaborar un informe, su famoso Eichmann en Jerusalén subtitulado Sobre la banalidad del mal, que no fue una convalidación desde el rol pasivo de un intelectual que hace lo que el poder o lo debido o lo políticamente correcto espera de ella o de él. Hannah Arendt se constituyó como librepensadora, por lo tanto fue a observar y pensar el fenómeno del juicio que se producía ante sus ojos. Su intento era pensar con el evento, no convalidarlo de forma pasiva en cuanto a la condena que se esperaba sobre Eichmann.
Producto de esa actitud de librepensamiento, en su informe plantea una postura con matices. Por un lado, cuestiona la legitimidad jurídica de un proceso criminal en Jerusalén, cuando quizá pudo haber sido una instancia de otro tribunal internacional —después terminó aceptandolo por cierta cuestión que quizá ahora no viene al caso—. Por otro lado, observó que Eichmann justamente no respondía al estereotipo que todos suponía que él encarnaba o que representaba.
La imagen previa de muchos era que Eichmann, si se le daba la oportunidad de defenderse, se iba a manifestar como un rabioso nacionalsocialista antisemita, totalmente fanático de la supuesta verdad mesiánica imperialista de Hitler; y se encontró no con un ideólogo, no como una mente de una perversidad sofisticada e inquietante, sino que se encontró con un hombre “normal”, un hombre simple, un hombre mediocre, un hombre que alegaba que todo lo que hizo fue obedeciendo órdenes.
Siguiendo su diario (siempre se le reprochó a Hannah Arendt no haber tomado en cuenta esto), él manifestaba decididas posiciones antisemitas. La forma como Hannah Arendt lo interpretó es que era un vulgar mediocre burócrata que, en condiciones especiales o extraordinarias, optó por obedecer las órdenes de envío a la muerte de los judíos dentro de una estructura genocida, como parte de su propia formación personal, como parte de su propia búsqueda de un éxito, un reconocimiento en un cabo burocrático, dentro de lo que era la realidad de su tiempo y el camino que permitía para acceder al poder. Es decir, era un típico hombre asimilado a la búsqueda de poder personal según las condiciones o lo bueno, lo políticamente correcto, de su propia época. Por lo tanto, dice Hannah Arendt, precisamente por esta condición de pasivo burócrata que repite las órdenes para su propia promoción personal, no pensaba.
Es decir, Hannah Arendt descubre que el centro de esa mediocridad, de esa pasividad, esa obediencia burocrática de Eichmann, era lo que demostraba que él no pensaba, no había pensamiento en él y como no había pensamiento no había ningún obstáculo moral a la obediencia de las órdenes de lo que era una maquinaria homicida y criminal. Por lo tanto, ella encuentra en Eichmann el ejemplo de una banalidad del mal. El solo eje de un sujeto, un individuo, que incurre en acciones criminales, pero no porque sea necesariamente un criminal, en un sentido constitutivo, sino que por las circunstancias se asimila a un hombre criminal porque eso le permite su propia promoción personal y, por lo tanto, pareciera que el mal no tiene detrás una gran justificación ideológica, doctrinaria, sino que es el mal que se hace simplemente por la propia ambición personal.
En ese sentido la banalidad del mal, que el mal a veces puede ser perpetrado por sujetos mediocres, por sujetos sin una personalidad propia, por sujetos incapaces de pensar. Por esa banalidad de estos sujetos mediocres, el mal tiene una capacidad de reproducción o de manifestación más simple, más inmediata, sin mediaciones, dudas, que surgirían cuando la persona que es condenada a hacer el mal piensa, y por lo tanto puede encontrar objeciones o reparos morales.
Esta banalidad del mal lleva a que Hannah Arendt en su informe —y esto se vincula con aquello que comentaba en cuanto que Hannah Arendt no se consideraba una filósofa sino una teórica política— trate de comprender a Eichmann en el contexto de una praxis política autoritaria antisemita que busca el exterminio de los judíos y, para ello, construye una maquinaria donde es necesario burócratas, y uno de ellos es Eichmann. Pero el hecho que ella diga que no pretende ser una filósofa se manifiesta porque ella renuncia a escrutar el origen último del mal, y esto es complementario con la caracterización del mal en Eichmann como un mal banal, la banalidad del mal.
Justamente, ella se abstiene a describir cómo el mal se produjo en el contexto genocida nacionalsocialista de Eichmann, pero eso no permite despejar el enigma del mal, contestar a la pregunta “¿cuál es el origen primero del mal?”, que es una pregunta abierta y totalmente legítima, respecto a la cual podemos argüir teorías. Pero así como no podemos tener una respuesta última respecto al origen de la vida o si hay o no un sentido divino constituyente de las cosas, esa misma incapacidad se traslada al mal. El mal existe, el mal es innegable, pero su origen último no nos permite encontrar una explicación definitiva de por qué el hombre, teniendo moralidad o la capacidad moral, la capacidad de pensamiento, tan dócilmente repite el mal, se convierte en un monstruoso instrumento servidor de la continuidad multiplicada del mal en la historia.
Entonces Hannah Arendt acepta que hay algo que no puede explicar, que es el origen del mal, y eso también explica que ella se detenga en la observación de cómo el mal se dio en la persona y el contexto histórico de Eichmann. Se dio de esa forma banal, y algunos juzgaron, entiendo que equivocadamente y ella trató de aclararlo posteriormente, que caracterizar el mal en Eichmann como un mal banal en modo alguno aligeraba la responsabilidad moral de Eichmann. Justamente el hombre está constituído por un libre albedrío, por una capacidad de elección moral, el hecho de que Eichmann haya sido mediocre, banal, en su producción del mal, movido por el egoísmo de autopromocionarse y también, dice Hannah Arendt, movido en parte por sentirse parte de un gran momento de la historia, cargado de un poder nacionalista que le prometía el mundo a Alemania.
Fuera de eso, el mal banal es algo que no permite avanzar en cuanto a negar la responsabilidad moral. Es decir, a pesar de su banalidad, a pesar de su mediocridad, esto no significaba que Eichmann dejara de ser responsable moralmente y dejara de merecer lo que recibió, la condena de muerte.
Por lo tanto, después de su informe, el gran escándalo se provocó primero porque Hannah Arendt no actuó como se suponía que iba a actuar: intelectual judía debía confirmar la rápida condena, sin atenuantes o matices respecto al criminal de guerra. Por el contrario, ella intentó pensar la construcción del mal protagonizada por Eichmann e intentó pensar incluso el proceso judicial mismo, intentó pensar la actitud de la fiscalía, en la presentación de Eichmann como un monstruo cuando encontró que no era un monstruo sino que era un sujeto mediocre y banal. Por otro lado, parte del escándalo fue que ella, en su informe, habló de un tema muy espinoso, que es un tema objetivo, que es un tema que está en la documentación histórica, que fue la participación de los Consejos Judíos en la organización de los ghettos.
Los ghettos de Varsovia, de Lodz, en Polonia, eran los ghettos que estaban dirigidos por Consejos Judíos que tenían la imposición o el mandato por parte del ejército alemán ocupante de elaborar listas en las cuales se determinaba quiénes iban a ser enviados a los campos de concentración y debemos suponer que muchos de los integrantes de esos Consejos Judíos sabían cuál era el destino de esas personas que eran puestas en esas listas de envíos por la propia cúpula jerárquica del Consejo Judío. Esto suponía una corresponsabilidad en la organización del genocidio por parte de las autoridades judías, no del pueblo judío, no del posterior Estado de Israel, sino de esos Consejos Judíos en esa situación histórica.
Es decir, el gran escándalo que se construyó después de la publicación del informe de Hannah Arendt respecto al caso Eichmann se sostuvo, por un lado, en que no repitió lo políticamente correcto —su repudio sin ningún tipo de matiz respecto a Eichmann—; hemos visto que ocurrió lo contrario, que intentó pensar la producción banal del mal por parte del enjuiciado y, por otro lado, el hecho de haber pensado o haber destacado lo espinoso de la intervención de los Consejos Judíos en la confección de listas de los judíos que después eran enviados al campo de concentración.
A veces se olvida que fue durante el propio proceso, durante el propio juicio, que emergió ese tema y uno de los testigos fue un miembro de esos Consejos Judíos y recibió insultos a viva voz por parte de un espectador del juicio. Por lo tanto, es un tema que emergió del propio juicio. Hannah Arendt no lo puso por cuenta propia, pero fue condenada por haber pensado o destacado también esa corresponsabilidad.
Por otro lado, digamos que el escándalo también estalló por el hecho de que ella parecía, en definitiva, con estas actitudes, un caso curioso de una judía antisemita. Para aquellos que leen el informe, para aquellos que sitúan el informe en el tipo de pensadora, en la trayectoria de Hannah Arendt, esto es insostenible. Justamente en 1951 ella empezó a conseguir cierto reconocimiento académico en Estados Unidos, país al cual se exilió en el contexto del nacionalsocialismo en Alemania en la década del treinta, por una obra que es Los orígenes del totalitarismo. Incriminar a Hannah Arendt como una supuesta judía antisemita es algo que surge de la ignorancia de su trayectoria. Ella escribió Los orígenes del totalitarismo en 1951, que fue la obra que la proyectó a cierto reconocimiento académico, cuando el propósito no era solo hacer una historia sino reflexionar sobre los peligros del totalitarismo, el autoritarismo que niega el valor del individuo, para que esto no se repitiera.
Por lo tanto, yo creo que con el tiempo ha surgido una mirada más distanciada que valora mejor la actitud crítica de librepensadora de Hannah Arendt respecto al caso de Eichmann. Incluso, después, la película de Margarethe von Trotta, con Sukowa haciendo de Hannah Arendt ha contribuído a cierto recuerdo, a cierto interés por volver a la Hannah Arendt de ese famoso proceso de la cuestión de la banalidad del mal, pero desde la distancia apreciarla quizás con una lente más fría y sopesando las razones que la llevaron a no reproducir lo que era políticamente correcto y se esperaba en ella, sino a intentar hacer un ejercicio de librepensamiento frente cualquier situación, incluido el espinoso delicado proceso Eichmann, cuyo centro es pensar con la posibilidad de error y las limitaciones que son propias de todo ser humano, pero pensar de modo tal de pensar por cuenta propia y no reproduciendo, no siendo funcional a los condicionamientos, a las imposiciones del poder político, económico o religioso.
Entrevista realizada por Iara Bianchi.