La ansiedad que no cesa - Fernando Aduriz

«Primero, el poder que tenemos es el de renunciar al poder».

Entrevista a Fernando Aduriz

Por Iara Bianchi

Iara: Me encantó la dedicatoria: “A los jóvenes psicoanalistas de todas las edades”.

Fernando: Exactamente, sí, porque realmente para saber la edad de una persona no hay que mirar el carnet de identidad. Igual que para el sexo, por supuesto. Para saber el sexo y la edad de una persona, primero hay que escucharla. Una vez que se la ha escuchado, se puede saber si estamos con un chaval de catorce años que ya es un viejo de cuarenta, o si estamos con un adolescente de cuarenta.

Respecto al sexo, hay una anécdota muy famosa de un psicoanalista rumano, que en su momento tenía una frondosa barba, y recibe en su primera entrevista a un muchacho que le dice: “Mire, mejor prefiero encontrar una psicoanalista mujer”. Y el psicoanalista le dice: “¿Qué le hace pensar que yo no lo sea?”.

Sabemos que tanto el sexo como la edad es algo que tiene que ver con el discurso.

Lo que hemos aprendido en la Facultad de Psicología de la Psicología del Desarrollo ya lo podemos tirar todo. Salvemos a Piaget, salvemos a Vygotsky, pero el resto iban muy bien desorientados. Las etapas evolutivas tienen que ver con algo más que con la cronología, me parece.

Se ve muy bien en la adolescencia. Escribí la compilación de un libro con varios colegas de Argentina, de Francia, de Italia, que se titula Adolescencias por venir, y la tesis fuerte era esta precisamente: que la adolescencia no es algo que empiece a los doce años y finalice a los dieciocho sino que es un discurso que se entona en distintas edades.

Por eso la dedicatoria va: “porque nos interesa no tener los prejuicios que se tienen respecto a los viejos”. Porque es un momento en que se idolatriza a los jóvenes: lo joven vale, los viejos no; y se les expulsa, y se los lleva… pero los viejos se rebelan.

He tenido pacientes de noventa y tantos años, grandes intelectuales —por lo menos algunos de ellos— que seguían escribiendo libros y que podían hablar de Twitter mejor que un chaval de veinte años. Y conozco chavalillos de doce, trece, catorce años que tienen una madurez que les hace, en algunos casos, sostener a su familia.

¿Cuál sería una definición de Psicoanálisis?

El psicoanálisis es lo que permite dar una oportunidad al sujeto de morir menos idiota.

En tu libro, a “La ansiedad que no cesa” la relacionás con la angustia…

Claro. La angustia aparece en un momento determinado. El huésped desconocido. Lo familiar es lo extraño. Entra el objeto angustiante, un objeto no sustancialista, un objeto no material, un objeto abstracto, por supuesto: una palabra, una imagen, un pensamiento, temor, etcétera. Los resultados de esa entrada son sudoración, taquicardia, inquietud motora. Y a ese conjunto de fenómenos le llamamos ansiedad.

Las clasificaciones psiquiátricas al uso, sobre todo la americana, tiene un nombre para eso: “trastorno de ansiedad generalizada, etcétera…”. Y se la ha acompañado —como ha hecho muy bien ante el DSM la industria farmacéutica— con un fármaco: los ansiolíticos.

El problema es que con el tiempo la angustia de más noble tradición en la gran psiquiatría psicopatología francoalemana del siglo XIX ha perdido su estatus. ¿Por qué? Porque no hay medicalización para la angustia. Porque por definición la angustia es lo que no tiene representación. Un real que emerge de su empresa. Entonces lo que sí tiene medicalización son las consecuencias de la entrada del objeto angustiante. Y a eso que es la consecuencia, lo hemos nombrado la enfermedad; y la gente dice: “tengo ansiedad”.

Entonces hay que hacer un trabajo de desenvolver el envoltorio de la ansiedad. Es un síntoma bien envuelto. Cuando interesamos lo suficiente a la gente para que desenvuelva su síntoma y veamos qué aparece detrás, conocemos simplemente, de una manera muy rápida, las coordenadas donde se ha producido el primer ataque de ansiedad. Suele ser a raíz de algo.

He puesto el ejemplo en la literatura de Paul Auster que tiene un ataque de pánico cuando muere su madre, y tiene un segundo ataque de pánico cuando pasea tranquilamente con su mujer por el bosque donde deposita las cenizas de su madre. Él no se ha dado cuenta de esto. Está escrito en Diario de invierno, un libro precioso de Paul Auster que hay que leer.

Y a veces se ha dado cuenta e igualmente sigue sucediendo. ¿Bastaría con darse cuenta…?

No basta con darse cuenta, efectivamente. Hay que dar un paso más. Y ahí entra la ética del sujeto. Nosotros lo acompañamos hasta eso que él mismo nos lleva. Porque nosotros somos como aquella autista que escribe ese libro tan bueno que decía una frase fabulosa: “Busco un guía que me siga”.

Somos como ese guía, pero, claro, quien manda en la operación es el discurso del paciente. En el camino, nosotros vamos a ir con la linterna, pero él va adelante. En efecto, nosotros tenemos muy poco de “los principios”, de guías preestablecidas, en nuestro poder. Primero, el poder que tenemos es el de renunciar al poder. Ese es el primer punto fundamental en el que chocamos con los psiquiatras. Michel Foucault lo ha estudiado en sus textos sobre la psiquiatría y el poder.

Es la gran diferencia entre el psicoanálisis y estas prácticas que usan el poder; bien usado, pero usan el poder. Dirigen, hacen la dirección espiritual. Los psicólogos están encantados en nuestra época de traspasar al otro su idea de cómo ser feliz en el mundo; cuando se mira mediante los ojos del psicólogo, claro.

Y nosotros renunciamos a ese poder que es algo que no siempre los sujetos toleran. Ellos todos piden pautas: “Deme pautas”. Y yo suelo dar una pauta que es: “Nunca pidas pautas”.

También relacionás la ansiedad con el mal de amores. Entonces te quería preguntar por el amor, que parece algo novedoso, pero en realidad siempre ocupó un eje central en la literatura, en el arte, en la vida. Últimamente hay mucho escrito sobre el amor —más allá de la ficción— desde el psicoanálisis. ¿Qué pasa que volvemos una y otra vez a hablar del amor o del desamor?

Del desamor hablamos mucho, es verdad. Fui a hablar de la ansiedad en octubre a un hospital y me di cuenta de que las tres conferencias que había dado allí tenían que ver con el amor: había hablado del mal de amores, había hablado del desamor, y creo que había hablado del enamoramiento y la falta. Dije: “Bueno, voy a hablar de otro tema que no sea el amor, voy a hablar de la ansiedad”; pero me dijeron: “Ya, pero hay un Capítulo”.

Es algo que insiste porque importa…

Sí, y porque es verdad que mucha gente muestra dificultades ansiosas, muestra trastornos de ansiedad y son mal de amores claramente: problemas de separaciones, problemas de turbulencias en las parejas, momentos de mucha ansiedad producidos porque la novia o el novio le deja. A veces no está tan claro pero es un mal de amores de personas que no logran mantener por un cierto tiempo sus relaciones amorosas.

En “La ansiedad que no cesa” destacás la fantasía del doble, la angustia que genera la duplicidad…

Raymond Roussel dedica un libro fabuloso en poesía a hablar del doble.

Y le pasa una cosa, porque es su psiquiatra, es Pierre Janet quien habla de este hombre, de Raymond Roussel. Y luego hay un estudio buenísimo y complejo de Michel Foucault que conoce muy poca gente.

Convendría hablar más de El doble. Lo digo a propósito de la alteridad porque la figura del doble —que está en los cuentos de E. T. A. Hoffman, está en la obra de Guy de Maupassant, etcétera— está muy relacionado con la angustia y con la ansiedad que produce la figura de un doble, de la existencia de las duplicidades.

También por las duplicidades del lenguaje, que es lo que a Raymond Roussel, según Foucault, le desequilibró. Porque fue acabar de escribir el doble y salió a la calle y vio que no había tenido éxito con su libro y empezó a pensar que todo el mundo era hostil. Y tuvo una crisis. Pasó de la euforia de escribir el doble en nada, en muy poco tiempo sin salir de casa, a la depresión melancólica, a la psicosis maníaco-depresiva, de la fase maníaca a la fase depresiva. Ahí le ve Pierre Janet.

Cuando decimos que entra la angustia, entra el huésped desconocido; o cuando le dicen a alguien: “Usted tiene algo”, ese es su doble también. “¿Pero qué tengo? Déjeme los resultados” “Bueno, espere un poco”. Ahí viene la ansiedad. La ansiedad siempre viene en el momento en que viene la noticia de que puedes tener una enfermedad grave y te dicen: “Espere usted una semana”. Esa semana es ansiosa totalmente.

Entonces, bien, la ansiedad es eso de que el objeto está por delante y que quieres adelantar acontecimientos porque no puedes esperar una semana a que te digan el diagnostico. Y todos lo entendemos. O la enamorada que le dice su amado: “Tengo que darte una importante noticia”. No duerme. O la época del WhatsApp instantáneo que antes no era así, que viajábamos, pero ahora tienes que ir mandando noticias cada media hora. “¿Dónde estás? ¿Cuándo llegas?”. Para acortar el tiempo de la ansiedad. De qué le pasará.

Termina causando más ansiedad eso.

Estamos en esa contradicción. Ese es el problema. Exactamente. Se pretende aplacar la ansiedad y la imaginación que se va al objeto angustiante de “¿qué quiere el otro de mí?”. ¿Cuál es el auténtico deseo del otro? ¿El otro qué quiere? ¿Tocarme, chuparme, cortarme, despedirme? Cuando el jefe dice: “Tengo que hablar con usted. Mañana sin falta”. Esa noche no duerme. La angustia entra porque exactamente no sabemos qué desea el otro. Eso del doble es muy importante por eso. Porque si hay “el otro” es que estamos hablando de la división subjetiva que Freud descubre, ese es el inconsciente: el otro.

No hace falta ir muy lejos para saber por qué tenemos tanta homofobia o tanto miedo al extranjero para entender que el extranjero está dentro de nosotros, y que estamos exiliados.

¿Es lo que se puede llegar a representar en los dibujos animados con el diablito y el angelito, o el gemelo maldito?

El problema no es que exista el “yo” y “el otro”. O que, como dice la gente, “te traicionó el inconsciente”. Efectivamente, ese es el que te traiciona, tu otro. Por eso la dedicatoria también, el exordio habla de Miguel Hernández El rayo que no cesa y es que “de ti mismo salen los furores”.

Por eso es la responsabilidad subjetiva, o como le dice Freud a Dora: “¿Cuál es su responsabilidad en los desastres de los que se queja?”. No es que el otro es el culpable sino que hay algo en ti que hace que tú consientas que te maltraten, o hagas malas elecciones, o te dejes elegir mal. No le puedes echar la culpa al mundo sino que está dentro de ti. Es tu responsabilidad. Es lo que hace el psicoanálisis.

Porque entonces hay el “yo” y “el otro” pero el problema es que no hay comunicación porque el otro, el inconsciente es como un muñequito que sale y vuelve otra vez. Cuando habla: “¿Qué ha dicho? He soñado pero se me ha ido. He tenido un lapsus pero ¿qué quiere decir este lapsus? ¿qué extrañeza siento?”. Porque no hay un botón, no hay una pauta, no hay un “equilibrante mayorante”, como decía Piaget. No hay un cerebro central donde puedas dar al botón; la glándula pineal de Descartes, de los enciclopedistas. Hay un descentramiento. Es el gran problema. La Psicología del Ego quería decir que el ego es el dueño. No. No hay un dueño.

Las tres heridas narcisistas de la historia de la humanidad son: Copérnico, Darwin y Freud. Es esto: la tierra no es el centro —bueno, todavía hay no sé cuánto porcentaje de gente piensa que sí, que es el sol el que da las vueltas alrededor nuestro, no sé cuánta gente todavía sigue pensando eso—; que venimos de los monos se sabe desde Darwin —otro palo para el ego del hombre, que pensaba que venía de los dioses—; luego Freud le da el tercer gran palo al narcisismo humano, que no hay un centro.

Esa es la tragedia del ser humano en cierto modo: que no puede controlarse. Como decía Octavio Paz de Fernando Pessoa, “el desconocido de sí mismo”. Lo que no sabe Octavio Paz es que Octavio Paz también es “el desconocido de sí mismo”. Y que cada uno de nosotros, en mayor o menor medida, somos “el desconocido de sí mismo”, y lo humilde es reconocerlo. Por más que te analices durante muchos años…

Si uno es el que más sabe sobre sí mismo y a la vez es el desconocido de sí mismo… ¿no hay puntos de encuentro? ¿Cómo sortear la ceguera?

Es una aventura bonita porque si somos… No se quiere ver por las mejores razones. Tenemos que aceptar esto también. La gente tiene razones para a veces no querer mirar a lo oscuro porque no puede. Tiene que ser voluntario. Es un ejercicio que una vez que te atrapa ya está.

Yo empecé a leer a Freud a los diecisiete años. Luego he estudiado unas cuantas carreras, y uno empieza con las suposiciones y qué sé yo, da igual… Pero no podemos pensar que todo el mundo le teme ni que está obligado. La filosofía, por ejemplo, cerró el inconsciente. Los filósofos son muy refractarios a la existencia del inconsciente. Aunque muchos han leído a Freud.

La angustia por el devenir, por el futuro, de sí, de las ficciones de que el mundo se termina… ¿Se presenta por decisiones que debemos enfrentar o por aquellas decisiones que escapan a nuestras posibilidades?

Yo a veces soy un poco pesimista. Decían que Freud era pesimista, no sé si sería verdad. Pero es verdad que esta idea de que no hay un centro. Lo estamos viendo en la globalización. Por eso el recurso de muchos países es a la identidad nacional, a la búsqueda de un padre, claro, también. Un padre que me proteja de los males del futuro.

Es decir, ante la angustia hay esta cosa de crearse unas buenas defensas como hace el sujeto fóbico muy inteligentemente, porque si tienes fobia a la Coca-Cola ya sabes que por ahí no pases.

La gente respecto al futuro, a lo que puede pasar… Los que lanzan cánticos nostálgicos están equivocados. Es un poco agarrarse a una serie de puntales del pasado como queriendo ver que en realidad vivimos en un palacio de espejos.

El objeto angustiante cuando entra nos sorprende. Es la estructura del que sale en televisión y le preguntan, ante una catástrofe o una riada qué pasó y todos dicen lo mismo: “Había un silencio, estábamos tan tranquilos, y de repente…”. Esa es la estructura de cualquier entrevista en cualquier lugar del mundo cuando se produce un fenómeno así. Queremos un poco vivir el sueño.

Es lo que decía Freud: “Lo que más cuesta es despertar”. La gente quiere dormir. Que todo siga igual. Entonces ante el futuro la gente es muy así… Yo creo que dicen: “No pensemos en el futuro, vivamos en el presente”. Y es el tema del gozar, el primum vivere, memento mori, tempus fugit, recurren a los latinajos para no querer pensar.

Yo creo que en la globalización no hay un centro. No se toman decisiones desde un sitio. Nadie es responsable. “Estornuda Wall Street y en cualquier país del mundo puede haber una gran crisis económica” ¿Y quién ha producido el estornudo? ¿Hay una persona que dirige eso? No.

En el mundo de ayer, si uno vivía en un pequeño pueblo, sabía que iba a morir en ese pueblo; si su padre era lechero, él iba a ser lechero; si necesitaba casarse, le iban a decir con quién y no iba a tener problema alguien de su clase o de su etcétera… Es decir que las decisiones importantes de la vida ya estaban tomadas.

¿Y eso no hace que uno esté más aferrado al deseo del otro?

Claramente. No hay qué elegir. El problema de la angustia es elegir. Ahora, elegir no elegir es la solución de mucha gente. Porque elegir angustia. Porque evidentemente hay que tomar partido.

La consecuencia recae sobre uno, y la responsabilidad.

Efectivamente. Por eso “pasar al acto”, que es lo que se diferencia de la acción, no es fácil. Los adolescentes no pasan al acto, por eso es adolescente. Los políticos tampoco pasan al acto, se esconden detrás de los dictámenes técnicos, de las comisiones, de otra reunión, de la burocracia. Porque pueden hacer muchas cosas, igual que los adolescentes, pero la acción no es el acto.

El acto sería, efectivamente, tener un hijo, casarse, romper la pareja, elegir esa profesión, cambiarse de ciudad. Hacer como Julio Cesar: alea iacta est. El acto tiene una estructura del alea iacta est. Era un pequeño río, pero Julio César dijo… El acto implica que haya una transformación del sujeto. Y ya no hay marcha atrás.

El obsesivo siempre lo que escribe con la mano lo borra con el codo, no quiere pasar al acto. En nuestro tiempo hay demasiada acción, pero no hay la responsabilidad del acto porque, claro, después del acto tienes que ser responsable.

¿La acción podría ser huir hacia adelante?

Sí, yo creo que estamos en un barco pero nadie lo conduce. Ese es el problema.

Las naciones están interrelacionadas, se está viendo todos los días, los conflictos nos afectan.

El gran entusiasmo… Yo llevo tiempo siguiendo a una chica que se llama Greta que ha convocado la manifestación más importante de la historia, de la que no se ha hablado mucho, contra el cambio climático. Es una niña sueca. No yendo a clases los viernes para manifestarse delante del parlamento sueco y decir: “Que alguien haga algo. O, por lo menos, que cumplan lo que han firmado en Naciones Unidas”.

¿Cuándo surge el ‘verdadero’ sujeto de deseo, el que se desprende un poco del deseo que lo constituyó y que lo marcó, el que no se desconoce tanto o todo, el que elige?

En un fin de análisis, claramente. En el buen fin de análisis. Ahí se ve muy bien. Yo lo he visto dos veces.

Cuando se produce la “destitución subjetiva del otro”. Como decíamos en la adolescencia: “Has caído”. A algún amigo: “Tú has caído para mí”. Cuando el otro cae, entonces tu deseo ya es “propio”. Es tuyo. A partir de ahí dices “yo”.

¿Y eso con la desilusión cómo se lleva?

Bueno, la desilusión es otra cosa. Ese es un deseo inédito, pero no creamos que son tan inéditos los deseos. Todo el mundo quiere ser original, pero no es muy original querer ser original. Creemos que tenemos deseos originales, y que no son de los otros.

“¿En cuántas buhardillas y no-buhardillas del mundo genios-para-sí-mismos a esta hora están soñando?”, escribió Pessoa.

Exactamente.

En el capítulo “La Prisa”, decís que la prisa no es cuestión de tiempo. Que la buena prisa es la que no pierde el tiempo, en la que se comprendió que se trata de concluir, de decidir, que no vuelve eterna la reflexión y se dirige a la puerta. Luego enumerás distintas prisas que no conducirían a la prisa buena… Distintas reacciones frente a la verdad que se presenta y nos interpela, porque entra en el cuerpo. En la fobia, se querrá finiquitar los asuntos antes de tiempo; en la histeria, se pensará que todo acontece muy rápido y no se está preparado; en la obsesión, se dejará la decisión para más adelante para pensar todas las posibilidades; en la psicosis, se vivirá un tiempo congelado, hiperactivo o eterno; ¿qué sucede en la perversión? ¿cómo se presenta frente a la decisión cuando hay prisa?

El perverso sabe del goce, y al saber del goce, es el rey del tiempo. Nadie sabe más que él. Él maneja los tiempos como nadie. A su goce siempre. Porque, claro, no necesita estar dependiente de un otro: él es su otro. Ese es el problema.

El obsesivo si está en un examen y el otro le pide esto, lo deja para el final porque para el obsesivo el tema es darle al otro. Pero, claro, el perverso organiza la estrategia para gozar, tiene todo controlado, entonces el tiempo… Es el rey del tiempo. Él maneja el cronómetro.

Recorriendo la sección “Del bien decir” de De Inconscientes… ¿cuál sería una noción psicoanalítica que quisieras esclarecer?

La diferencia entre “placer” y “goce” es esencial. En castellano tú dices “tengo placer” o “tengo goce” y parece que es lo mismo. Sin embargo, la dimensión del goce es mortífera, y en la dimensión del placer su antagonista es el displacer.

El mejor ejemplo es el del ludópata: el placer del ludópata es ganar, pero el goce del ludópata es perder; aunque él no lo sepa.

Otra sección se llama “De malas palabras”. Es un apartado dedicado a desestigmatizar las palabras que tienen mala prensa dentro del psicoanálisis. ¿Cuál nos regalarías?

 Para continuar utilizándola…

“Alma”. Por el sesgo este: existen los desalmados. Y, a veces, más que el diagnóstico psiquiátrico de algunas personas, entre colegas —sottovoce— nos fijamos en su catadura moral: “¿Es buena persona o es un desalmado?”. Y nos orienta más eso que si es melancólico, fóbico, histérica decidida.

Nos orienta en muchas cosas. Sobre todo en la dirección de la cura: una persona desalmada te va a dar muchos problemas. Da igual si es obsesivo o es histérico, eso es igual. Entonces es una palabra que quizás tendríamos que reivindicar más: “el desalmado”.

¿Sería algo parecido a “el canalla” de Lacan?

Sí, el canalla podría haber sido otra palabra, pero desalmado me ha parecido más poética…

Sí, es más poética. He preguntado en varias ocasiones a psicoanalistas “¿Qué es un canalla?”. Parecía no tan ardua la tarea de contestarla, pero al revés, sí: “Bueno, entonces, ¿qué es ser buen tipo?” No bastaba con decir lo contrario a un canalla, no alcanzaba… “¿Qué es ser…?”. Lo mismo sucede con ¿Qué es el psicoanálisis?: contestar qué no es puede tornarse una lista interminable. Entonces, ¿qué es? ¿Lo que hacemos? ¿Qué estamos haciendo? Por suerte muchos han respondido a esa pregunta… Pero nadie se atrevió, hasta ahora, a bosquejar una definición de “buena persona”, sin llegar a hacer de eso “el manual del buen ser”. Por el momento, no lo he logrado.

El programa de la bondad no deberíamos de abandonarlo. Está en línea con lo anterior. Yo creo, después de muchos años trabajando como psicoanalista —treinta y tantos— y de tratar a muchos psicoanalistas también, y conocerles, creo que sí nos interesa gente que sufra si sufre el de enfrente. ¿Qué sería de nosotros si no pudiéramos contagiarnos con los problemas del de enfrente, si solamente nos colocáramos en una máscara fría de encuadre analítico?

He leído a Rosine Lefort. Rosine Lefort, era analizante de Lacan. Ella contó que por unas razones muy particulares que las cuenta, que a ella no le gustaba escuchar ruidos cuando estaba en el diván psicoanalizándose con Lacan. Entonces, algunas veces se levantaba y se iba. Y algunas veces Lacan reaccionó: una, echando a todos los que estaban en la sala de espera; y otra, echó a correr y la rescató en el metro y la agarró y la trajo. A eso nos referimos, yo creo.

¿Buen tipo? Es el que también se entusiasma cuando viene el paciente y ha tenido un éxito: “Soy campeón de no sé qué, he salido en la tele”. ¿Cómo no te vas a entusiasmar? Te emocionas con él. Yo pienso que es eso. El problema de la bondad —enlazándolo con el desalmado y la catadura moral— creo que no hay que abandonarle nunca.

Nadie hace nada por nadie, de eso estamos advertidos. Pero precisamente por eso, porque estamos advertidos, cuando alguien se analiza, o cuando alguien lleva su análisis lo suficientemente lejos como para percatarse de esto, estar advertido de eso no significa convertirse en un gozador, convertirse en un “como todo el mundo va a lo suyo yo también voy a lo mío y entonces me importan tres narices los demás”. No. Es precisamente lo contrario: el análisis nos debe proporcionar la suficiente lucidez como para que si estamos advertidos de que nadie hace nada por nadie, hagamos todo lo posible por ayudar al de al lado.

Hay una definición de Miller, un día que le escuché en directo en Barcelona, que me sobrecogió. Creo que estaba al lado del Presidente del Colegio de Psicólogos y se quedó igual. Él dijo: “Todos locos, pero a condición de que cada uno se conforme con su locura y no quiera imitar la locura del de al lado”. Este sí que es un buen programa: “Sí, estamos todos locos, de acuerdo, pero cada uno con su locura”. Y es distinto a “como nadie hace nada por nadie, como en mi vida estoy de vuelta, yo lo sé; ya verás, tú eres muy ingenuo, te fías mucho de la gente”; esto lo hemos escuchado todos de nuestros padres… “que te lo van a quitar, que a ti te lo quitan todo, que eres tonto, cuídalo que te roban”, todo esto. Pero al final te das cuenta de que no hay nada mejor que la confianza. ¿Qué sería de nosotros si no confiamos? La generosidad, a la larga, es una ventaja.

Escucho a varios grandes psicoanalistas que han visto sufrir mucho a la gente. Yo creo que el psicoanálisis ha humanizado mucho a mucha gente. Se requiere mucho tiempo para pasar del “mal decir” al “bien decir”. A decir las mismas cosas, pero ahora decirlas bien: para no meter la pata, para no herir al de al lado, para saber que hablando no se entiende la gente, pero no nos queda otra. Porque no tenemos otra. Ya sabemos que la conversación se basa en el malentendido y en el sobreentendido, o sea que no nos entendemos. Pero, precisamente, como no nos entendemos y no sabemos y estamos advertidos de todo eso, yo creo que de lo que se trata es de profundizar en eso: que nadie hace nada por nadie, que el lenguaje nos exilia y nos divide, que cada uno tiene su diccionario particular; y nos enfadamos porque uno nos dice una cosa, pero es porque para él tiene esa significación y para ti no la tiene.

Bajar un poco los fanatismos, los amores desmedidos a nuestros propios diccionarios.

Y el peso de los ideales, que pesan.

Última pregunta, o pedido… Un consejo para quienes están pasando por un tiempo de desamor. De mal de amores, como se dice. Este “mal” que a algunos los afecta hasta la enfermedad o “el des-alme”, hasta la pérdida del alma o del cuerpo.

Sí. No sobrevalorar demasiado el amor. La angustia es un afecto que no engaña, pero el amor es un afecto que engaña. ¿Cómo haces para no enamorarte? Es imposible. El amor está lleno de parásitos como chupópteros que chupan la sangre del buen amor.

El buen amor es el que aprovecha el instante, no exige repetición, se aleja de los egos, no entiende de posesividades, está abierto a la aventura, surge en cualquier momento, dura un tiempo, y se acabó. Pero luego viene otro, y luego otro. Esto es interesante porque mucha gente cree que, por ejemplo, los niños no se enamoran. “Tienen problemas de desatención…” No. Están enamorados.

Muchas gracias, Fernando.

Fernando Martín Aduriz

Fernando Martín Aduriz 
Psicoanalista

Iara Bianchi

Iara Bianchi 
Directora Editorial. Psicoanalista

Comentario
  • Gustavo

    Una entrevista muy suculenta, que toca muchísimos temas de forma original. Aduriz sabe enlazar los problemas clínicos tanto como los que incumben a la subjetividad de la época y lo hace muy bien. La entrevistadora no se queda atrás, desde luego. Es también su mérito darle al autor del libro la oportunidad de tratar tantas cosas.

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