I
Juanito Lenón supo desde muy joven que su vida estaba determinada y que algo muy grande le aguardaba en el porvenir. No obstante, mediante pequeñas señales e impulsos que le hacían vibrar por dentro, su preclaro instinto le daba a entender que no se trataba simplemente de dejarse llevar por la corriente espontánea de la existencia, sino que para conquistar su destino era necesario un esfuerzo decidido, una voluntad verdadera y ciega que empujase hacia adelante, sin dejarse amedrentar por las adversidades y los infortunios que habrían de presentarse sin remedio.

De voluntad y capacidad de esfuerzo Juanito pronto demostró estar sobrado. Como había nacido en un arrabal de La Quiaca y llevaba sangre india en las venas, tenía además un temple aguantador para cargar el peso de la vocación a la que estaba llamado y esa disposición al sacrificio que resulta indispensable si se quiere alcanzar una meta ambiciosa, por no decir imposible.

Juanito provenía de una familia de músicos. Su padre tocaba la quena y el siku, su madre cantaba huainos con una voz quebrada que le salía de lo más hondo del sentimiento y a poco de cumplir los cinco años su abuelo lo inició en los secretos del charango, esa guitarrita con caja de bicho y sonido de dulce lamento. A partir de ese instante inaugural, en el que por primera vez sus dedos pulsaron las finas cuerdas y fabricaron música, una tonada al comienzo torpe pero que al rato fue cobrando forma y armonía, hasta el punto de que la familia entera se santiguó al oír tal virtuosismo, más propio de un ángel que de un niño, a partir de ese momento, decíamos, algo se grabó para siempre en el alma de Juanito Lenón y entonces comprendió el sentido de su vida, o quizás sea más cierto afirmar que de ese sentido tuvo la primera revelación, que no tardaría en completarse cuando unos pocos años más tarde, de visita en la ciudad, oyó en la radio de un bar una canción que decidió el rumbo definitivo de sus pasos. Era una tarde de verano, el aire estaba tan quieto que parecía el fin del mundo y a lo lejos, como si llegase de un sueño, sonaba esa canción que ponía la carne de gallina. No era cueca ni carnavalito, ni zamba ni taquirari, no era charango lo que tocaban, tampoco quena o violón, era una voz, una voz que venía de otra parte, que cantaba en la lengua de los gringos y le llenó el corazón de un alborozo que nunca antes había conocido. Alguien le explicó que se trataba de John Lennon.

Sólo Dios sabe lo que Juanito tuvo que deslomarse acarreando ladrillos y bolsas para poder comprar un tocadiscos y escuchar cuantas veces quisiera esa música que se le antojaba divina, pero que a su familia la llenaba de horror, como si fuese el mismísimo Lucifer el que cantaba. Y como si esto solo no le bastase, para gran dolor del abuelo acabó arrumbando el charango en el olvido y ya no tuvo más que un único propósito, el de hacerse con una guitarra eléctrica y acompañarse con ella mientras repetía por fonética los temas de John Lennon.

Juanito siguió yendo a la escuela como los demás chicos, pero por las tardes trabajaba en cualquier cosa que le ofrecían con tal de juntar los pesos que costaba la guitarra. Por las noches, cuando los demás habían cenado y se disponían a dormir, él se quedaba en vela leyendo lo que podía conseguir sobre la historia de su héroe, y guardaba en una caja de hojalata, debajo de su cama, un tesoro compuesto por recortes de diarios y revistas, porque quería saber y sentir la vida de John Lennon hasta en su mínimos detalles, fundirse en él, copiarle su sonrisa y su melena, cantar como él, imitar su voz inconfundible, y por encima de todo soñaba con tener unos anteojos de montura redonda, los mismos que al cantante le daban ese aire de huérfano perdido en las calles de la luna.

Pero si su destino ya estaba señalado, fue necesaria aun la última prueba, la confirmación absoluta, la señal del cielo que con la terrible desgracia le envió el asentimiento definitivo. Poco antes de cumplir los dieciocho años, un coche que rodaba loco por la calle atropelló a su madre cuando ella salía de la casa de la tía Mimí, matándola en el acto. Cuando a Juanito Lenón le dieron la noticia, se quedó mudo un mes entero, tiempo durante el cual su cabeza se convirtió en un recinto ingrávido donde las palabras flotaban y se chocaban entre sí como los tripulantes de una nave espacial en las películas de ciencia ficción. Al cabo del mes, cuando su familia comenzaba a inquietarse por el oscuro mutismo de Juanito, éste la sorprendió con la resolución brutal e inapelable de que se marchaba a Londres a cumplir con la misión que Dios le había encomendado.

De nada valieron los ruegos del abuelo, ni los lloros de sus hermanas, ni la entristecida furia de su padre, que a punto estuvo de partirle los huesos para impedir su partida. Al final todos acudieron al aeropuerto para despedirlo, y cuando ya estaba por cruzar el control de pasaportes, el abuelo logró convencerlo de que se llevase el charango. A lo mejor te ayuda, le dijo al oído mientras le daba el último abrazo, el último de verdad, y el charango viajó en la valija como un pequeño dragón dormido.

Al llegar a Londres Juanito creyó que su metamorfosis había alcanzado su máxima perfección. Lucía la melena del beatle, usaba sus anteojos de montura redonda, y se sabía de memoria todas y cada una de sus canciones, aunque no podía disimular ni la voz de perro ni la cara de indio. A pesar de peinarse y repeinarse a cada rato, no lograba amaestrar la pelambrera que le nacía poco más arriba del ceño y los cabellos duros y tiesos se parecían más al lomo de un puerco espín que a los lacios y lánguidos mechones del angélico Lennon.

Como era un joven emprendedor, una vez que hubo encontrado un cuarto de hotel barato donde hacer la escala inicial decidió comenzar sin demora su carrera artística, porque presentía que el público lo estaba esperando, que todo Londres ansiaba recobrar a su John Lennon y lo reconocerían de inmediato apenas sonasen los primeros acordes de su guitarra. Mira, dirían, es él, ha vuelto, otra vez está con nosotros. Se dirigió a una esquina tumultuosa, donde la gente se desplazaba en oleadas veloces, allí mismo conectó la guitarra y el micrófono al amplificador y atacó un Lucy in the sky with diamonds que por algún motivo incomprensible nadie se detuvo a escuchar. Transcurrieron más de dos horas, dos horas durante las cuales Juanito desgranó lo mejor de su repertorio, dos horas en las que se sintió transportado hasta el umbral de la gloria, cantando sin parar con los ojos cerrados, y cuando por fin los abrió, seguro de descubrir a su alrededor una multitud que lo aclamaría embelesada, tuvo que contentarse con ver a un niño, un único niño que lo miraba con el rostro tan serio que parecía una máscara y que al notar que Juanito lo observaba salió corriendo asustado hasta desaparecer por una esquina.

La oscuridad se había echado sobre las calles y en la funda abierta de la guitarra descansaba un chelín. Tal vez una mano piadosa lo arrojó en algún momento de la sentida actuación, un redondo y perdido chelín como el que pudo alegrar el bolsillo de un chico de Liverpool llamado John Lennon. Recogió la moneda con sus dedos gruesos y la acercó a los ojos. Seguro que no valía mucho, y además era una sola, pero a pesar de eso la apretó en el puño. Era su primera ganancia.

No puede decirse que Juanito reaccionó con indiferencia a la incomprensión de su público, ni que la garganta no se le oprimió un poco al darse cuenta de que el camino hacia la fama sería arduo y doloroso. Pero su fe era tan fuerte, tan convencido estaba de que el triunfo llegaría a iluminar su vida como un sol propio, que en un santiamén se repuso de la tristeza, más no así del hambre con el que se acostó esa noche.

Qué poca previsión la suya, desembarcar casi sin un peso en una ciudad gigante e ingrata, apenas pertrechado con una valija en la que sobraba espacio y una ilusión desbordante que, aunque superior al miedo que infunde la soledad, no bastaba para sobrevivir. Pero por encima de todo, Juanito Lenón iba protegido con la armadura de la inocencia y al día siguiente, en la misma esquina, le plantó cara al público hostil que sordo y ciego volvió a ignorarlo, aunque esta vez en lugar de un niño se le acercó un vagabundo que llevaba a un perro atado con un cordel grasiento y ambos se lo quedaron mirando un rato, asombrados ante el espectáculo del muchacho desgañitándose en un inglés que tal vez el animal entendía, pero del cual el hombre, a juzgar por su gesto, no conseguía descifrar ni una sola rima.

Al atardecer la lata siguió vacía, el porvenir pareció menos rutilante, y el hambre avanzó como un cielo negro que presagiaba tormenta. Había tenido que abandonar el hotel y comenzó a hacerse a la idea de que la calle se convertiría en su hogar al menos durante un tiempo. Frunció las cejas tratando de recordar si a John Lennon le había ocurrido algo semejante al llegar a Londres, pero no estaba seguro, tal vez le ocurriera en Hamburgo, aunque daba lo mismo, porque Juanito no tenía ni la más remota noción de dónde quedaba Hamburgo y, además, mientras daba vueltas por las calles arrastrando la valija como si la comida le fuese a llover de alguna parte, unos borrachos le robaron la guitarra a puntapiés y empujones, lo que acabó por redondear la noche de un día agitado, como cantaba John Lennon, sólo que John Lennon cantaba esa canción bajo techo y con el estómago lleno, en cambio él era un artista sin suerte al que las punzadas del hambre le estaban perjudicando la carrera. Su conocimiento de la vida y del mundo era escaso, no tenía referencias suficientes con las que comparar su situación. Había oído decir que muchos genios pasaron hambre, pero no sabía exactamente cuánto ni durante cuánto tiempo. Le habían dado una paliza y conforme transcurría la noche, iba comprendiendo cada vez más que el robo de la guitarra constituía una catástrofe que podía hacer zozobrar todos sus planes y sus meditadas ilusiones. En un callejón sucio, alejado de la agitación del centro, encontró un hueco donde hacerse un ovillo, bajo el poncho que por fortuna también había aceptado traer consigo y que ahora le valdría como improvisado cobijo. En otoño, las noches de Londres ya eran frías.

 

II
Muchas veces me decía que la muerte de su madre lo había trastornado. Ya sabe, de esa manera en que nos llegan las cosas cuando somos jóvenes, sin darnos verdadera cuenta. Solía decírmelo por las noches, especialmente por las noches. Creo que nunca dejó de ser un niño. Su madre lo había sobreprotegido demasiado, luego su tía, y más tarde buscó eso en mí, una protección, el cuidado de una madre. La prensa y el grupo, por supuesto, estaban todos en mi contra, porque decían que yo me había entrometido en su vida, que no lo dejaba solo ni un instante. Escribieron toda clase de cosas sobre mí y de la influencia posesiva que yo ejercía sobre él. Lo gracioso, bueno, es una forma de hablar, porque de gracioso no tenía nada, es que era exactamente al revés. Él no podía estar sin mí ni un minuto, tenía que acompañarlo a todas partes, incluso a los ensayos y las grabaciones, lo cual constituía una grave violación de las reglas del grupo y eso molestaba muchísimo a los otros, en particular a Paul, que no quería ver lo que en realidad sucedía, no podía entender lo que le pasaba a John. Eran amigos desde la adolescencia, pero no podía comprender eso, por lo tanto le resultaba más fácil echarme a mí la culpa. Desde luego, yo estaba fascinada con John y no ocultaba que me sentía enormemente orgullosa de haberlo pescado, qué mujer no lo estaría. Imagínese, tener al hombre que adoraban millones de chicas en todo el planeta. Pero era él quien llegó a depender de mí para casi todo. Es posible que en ese momento yo no fuera del todo consciente de lo que eso significaba, tampoco niego que en parte me gustaba sentirme tan necesaria. Ahora comprendo que había algo equivocado en eso, que John tenía problemas, pero nadie, ni yo, ni él, ni ninguno podíamos darnos cuenta. Cómo se podía concebir que el hombre que llegó a ser más célebre que Jesucristo tuviera problemas. Sin embargo, John los tenía, incluso intentó una terapia en los Estados Unidos, pero no funcionó. Decía que yo era su mejor terapia, lo cual me halagaba, pero no era la solución. Por las noches solía angustiarse mucho y entonces me repetía que la muerte de su madre le había dejado una ausencia terriblemente dolorosa. Creo que hasta cierto punto yo me había convertido en un sustituto. Le había compuesto una canción bellísima, que se incluyó en el Álbum Blanco, una canción que transmite algo muy puro, un dolor muy antiguo, muy desgarrador, un dolor que era como una boca abierta, como un lamento que no cesaba. No sé si alguien prestó verdadera atención a la letra de ese tema, es un poema tan sencillo, la mitad de lo que digo no tiene sentido, así comienza, parece escrito por un niño, y a la vez es un gran poema, lo he oído mil veces y siempre vuelve a emocionarme. Es increíble que él haya logrado crear algo así, un sentimiento tan conmovedor. Esa canción refleja mejor que ninguna otra cómo era John, y lo que llevaba dentro, y la inmensa necesidad que tenía de ser amado.

 

III
Es algo tan pequeño que las manos casi lo cubren por entero. El sonido se parece al de una mandolina o un laúd, pero no es igual. La mandolina y el laúd tienen la panza de madera, en cambio el charango está fabricado con el caparazón de un animalito inverosímil, una cosa que tiene millones de años, por eso el sonido que emite es diferente, es un sonido que atraviesa el pasado, vuela millones de años hacia el fondo del tiempo, y regresa al instante arrastrando en el viaje toda la tristeza que encuentra.

 

IV
Unos policías que hacían la ronda, un hombre y una mujer, lo despertaron con mucha

delicadeza porque, según le explicaron más tarde con la ayuda de otro agente que hablaba castellano, estaba gritando en sueños. Lo llevaron a un albergue para que pudiera bañarse y comer algo, y alguien le preguntó qué era eso, y él tocó una melodía cortita del altiplano porque resultaba más fácil que ponerse a explicar que eso era un bicho del que salía música cuando le rascaban la barriga.

Tampoco era fácil explicarles qué había venido a hacer a Londres, y por primera vez la idea de ser John Lennon le hizo ruborizarse un poco, pero tan sólo un poco, de modo que los policías ni siquiera lo notaron, y entonces, a sabiendas de que se trataba de un propósito absurdo, porque el charango estaba hecho para lo que estaba hecho, y no conviene violentar la naturaleza de las cosas, pero también era verdad que no tenía más remedio porque le habían robado la guitarra eléctrica, sin pensarlo más se acompañó de su pequeño instrumento para cantar Imagine, con su voz perruna, los ojos entrecerrados, las notas del charango que parecían desangrarse en el aire, y la cara de los policías, pálidos, sintiendo que el corazón se les llenaba de un extraño horror, un horror que era a la vez un éxtasis que no habrían podido describir, es John Lennon, dijo la mujer policía, y Juanito asintió con la cabeza mientras seguía cantando, porque era John Lennon, y en La Quiaca las mujeres no son policías, y no dejó de cantar, porque era John Lennon, y hasta la policía se había dado cuenta.

Gustavo Dessal

Gustavo Dessal 
Psicoanalista. Escritor. Colaborador inconsciente

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