Buscando analista
Durante esta pandemia, una querida compañera del hospital, me hizo recordar la historia de una paciente que llegó hace mucho tiempo “buscando un analista”. Ese pedido que podría entenderse de un modo manifiesto e ingenuo, dado que trabajamos en un centro de salud mental de orientación psicoanalítica, encerraba un problema y un misterio sobre el porqué de semejante búsqueda.
Esa mujer joven venía de un prolongado recorrido por muchos consultorios de psicoanalistas, al punto de que cuando llegó al hospital ya había oído hablar de ella, era ya un personaje “famoso” dentro del universo “psí” de Buenos Aires.
Fue un recorrido muy prolongado el que hizo esta mujer buscando algo, quizás un lugar, un espacio donde poder parar, pero por diferentes motivos ese lugar colapsaba, a veces por causas accidentales, a veces porque algunos de esos analistas no podían dejar de caer en una trampa, en donde esa persona también estaba entrampada.
Si tuviera que nombrar ese padecimiento de algún modo, lo llamaría locura; y considero que la locura está mucho mejor distribuida de lo que podríamos imaginar.
Nombraría “psicoanalítica” a esa locura, en el sentido de que tanto el psicoanálisis, como la religión o cualquier otro sistema de ideas, puede constituir su núcleo.
En Buenos Aires, en donde abundan los psicoanalistas, a lo largo del tiempo me he encontrado con varias personas que padecen esa locura que pasa a ser el núcleo de una identidad que, al intentar sostenerse en un sistema de ideas, se desliza por momentos hacia lo delirante.
Desde mediados del siglo XX, en Buenos Aires, quizás como en ninguna otra ciudad del mundo, el psicoanálisis ocupa un lugar muy significativo; incluso por el hecho de que se ha popularizado de tal modo, que atraviesa a todas las clases sociales y a todos los ámbitos de la cultura.
Así como a muchos de los que nos dedicamos a trabajar en psicoanálisis, puede preocuparnos el “ser” psicoanalistas, o al menos parecerlo, esta mujer estaba tomada por la necesidad de encontrar un “analista”. Su apellido era similar al de uno muy conocido y eso era “aprovechado” por ella para presentarse. Diría que ella misma se había convertido en una analizante “famosa”, fama de la que también sufría, y que era parte de los atractivos que ponía en juego. Mujer atractiva e inteligente que, un poco al estilo de los primeros casos de Freud, pasaba una gran parte de su vida cargando con su padecimiento ante muchos representantes de esa institución que llamamos psicoanálisis.
A mi entender, sus sufrimientos estaban ligados a los efectos de una seducción infantil con una catastrófica desilusión amorosa, y también por eso era muy difícil que encontrara una alternativa a esa escena seductora, misma que se armaba con rapidez en la transferencia. Se disponía ella misma como un desafío, ¿quién podría “escucharla”?
Por otra parte, cómo atender a sus muy exigentes demandas, cómo hacerles lugar sin quedar sometido a ellas y cómo no “rechazarla” para no acceder a algo de lo demandado. Por supuesto que en el marco de esta locura, lo que pendía de un hilo era siempre la vida, la muerte y el sentido de la existencia.
Hace mucho, me encontré con ella en el hospital y allí me preguntó y se preguntó: ¿quién podría atenderla?
Las condiciones de ese anhelado analista, pasaban por el género, la edad, la experiencia y la orientación teórica. Cada una de éstas con sus pros y contras. La expectativa de esa búsqueda la mantenía concentrada, unificada, organizada. Le propuse tener algunas entrevistas para poder pensar juntos cuál era el camino que más podría convenirle. Como me pareció, por sus aseveraciones, que yo no era el indicado para atenderla, preferí no ofrecerme como su “analista”. Esto que con otras personas introduciría más angustia e incertidumbre, en este caso tuvo un efecto pacificador.
Supe por ella que había pasado por decenas de consultorios. En algunos casos, las consultas habían sido pocas. En otros, se había sentido expulsada. Y con uno de esos profesionales, se había armado una pareja que concluyó de modo bastante catastrófico.
Con estos antecedentes y después de las entrevistas acordadas me preguntó quién sería el analista que la iba a atender. Le respondí que no lo sabía, pero que podía ayudarla a buscar a ese analista. Entonces, ella preguntó si podría ser yo.
Aún, sin tenerlo del todo claro, en ese momento me pareció que interrumpir esa búsqueda iba a resultar más perjudicial que lo reparador que podía ser la búsqueda en sí. Le dije que nos dedicaríamos a buscar a ese analista ideal, que quizás podía ser yo mismo o no y que la búsqueda era importante en sí misma.
De esa forma comenzó, ese trabajo tan peculiar donde comenzó a historizar su recorrido por diferentes consultorios, lo que le había dicho y/o interpretado este o aquel, y cómo todo aquello quedaba conectado con su familia de origen, con su padre y con una ruptura en su adolescencia cuando se desencadenó una deriva que parecía interminable.
Lo que quiero recalcar de ese tratamiento es que lo que creemos que es lo “mejor” puede conducir a lo “peor”. Siguiendo la línea de lo que Freud planteó sobre los peligros del “furor curandis”, o de cómo Winnicott subraya la importancia de lo “mínimo” como lo suficientemente bueno.
Me refiero a que el tratamiento funcionó aceptablemente bien. Se desarrolló en el hospital público, que funcionó como un tercero garante del marco profesional; la gratuidad de ese ámbito hospitalario posibilitaba un período de dependencia y el reconocimiento de alguna deuda; todo ello actuando como elementos pacificadores de esa locura.
El problema se desencadenó, paradojalmente, cuando creí que podía “ser” su analista, y accedí a su propuesta de atenderse en forma privada y pagar con dinero por ello. Esta situación, que desde cierto “standard” psicoanalítico aparece como lo “ideal” de un análisis, condujo nuevamente a un callejón sin salida y a una nueva repetición sincopada.
Lo que “dentro” de la institución estaba regulado y lo que la paradoja de “buscar analista” posibilitaban; en el consultorio particular, se vivenció una cierta transición que le permitía vivir, jugar y esperar, hasta que se transformó en una erotomanía persecutoria que resultó imparable.
Me resultó muy difícil concluir el proceso y temí que esa nueva “desilusión” produjera más dolor de lo que esta mujer lograra tolerar. Sin embargo, después de algunas amenazas y reproches que me hizo, fue cediendo.
Este recorrido dejó una marca en mí: la de dimensionar, en su debida medida, la importancia de conformar y de sostener un espacio intermedio. También me permitió registrar el riesgo de suponer, de depositar demasiada esperanza en los procesos de simbolización en vez de advertir que en ciertos psiquismos es endeble lo que consiguen tolerar y sostener en determinados momentos.
Eduardo Smalinsky
Psicoanalista