Es un enorme placer haber establecido un diálogo epistolar-digital desde De Inconscientes con uno de los maestros más reconocidos hoy en el tratamiento de las psicosis, José María Álvarez. En ocasión de la publicación de su último libro, Principios de una Psicoterapia de la Psicosis, le pregunté sobre algunos elementos fundamentales del tratamiento de la locura que constituyen orientaciones no sólo para clínicos sino también para otros profesionales que puedan encontrarse con pacientes con características psicóticas.

Sobre la verdad y la realidad en el tratamiento de la psicosis

Marta García de Lucio (MG): Si Freud nos advirtió del furor curandis, en tu libro parece haber una advertencia sobre el furor veritatis, aquél que puede padecer el psicoterapeuta, o precisaré aún más, el psicoanalista, al acercarse a los síntomas del loco. Querer destapar aquello que estaría recubriendo el síntoma, dotar de sentido, un sentido que quién sabe, podría tener los peores efectos sobre el psicótico, y aún más, no hay certeza alguna de que ese sentido sí fuese la verdad última del psicótico. Sin embargo, me pregunto si el loco no es un buen ejemplo del parresiastés griego, y esto cambiaría la manera de entender al loco, su enunciado, y la dirección de la cura hacia las formas que tú mismo propones en tu libro. Dado tu manifiesto interés en los filósofos, especialmente los antiguos, voy a permitirme realizar una pregunta un poco amplia,  para poner en diálogo tu idea de no interpretar precipitadamente, dar sentido, y buscar la verdad del síntoma, con esta idea del parresiastés que Foucault trabaja muy bien en su texto “Significado y Práctica de la parresía”. Parresía significa “decir todo”, “decir todo cuanto tiene en mente”.  Nos cuenta Foucault, “aquel que usa la parresía, el parresiastés, es alguien que dice todo cuanto tiene en mente: no oculta nada, sino que abre su corazón y su alma por completo a otras personas a través de su discurso”, ¿una enunciación a cielo abierto quizás?. Además el parresiastés  “utiliza las palabras y las formas de expresión más directas que puede encontrar”. Se pone en riesgo al decir la verdad, corre el peligro de contar la verdad, que no es sólo en lo que cree, sino que es la verdad misma, no hay duda, y en esto se opone a la necesidad de evidencia cartesiana, que, quizás, podríamos decir es la posición del psicoterapeuta, dudar en silencio de todo hasta llegar a la verdad evidenciada por la historia y el historial del sujeto. En la diferencia que estableces entre el tratamiento de las neurosis y el de las psicosis, me parece que hay algo de esto: con el neurótico conviene, una vez establecida la transferencia, o incluso para establecerla, tocar aquello que recubre la verdad, puesto que el neurótico se engaña a sí mismo. Pero ¿y el psicótico? ¿Se engaña o se protege de lo real que esconde su verdad? Y si hay verdad, no hay mentira, sólo que aquella no es la que espera la oreja que escucha. El peligro está justamente en el otro que escucha, lo que hará con esa verdad, por eso el trabajo con nuestro nuevo parresiastés, el loco, es tan delicado, porque “pone en juego su vida” frente a nosotros, y ahí es donde el clínico tiene su mayor responsabilidad, muy por encima de la verdad evidenciada en el síntoma. Quizás la parresía del loco es demasiada para el psicoterapeuta, que si se deja llevar por su angustia y la falta de práctica con la locura, puede caer en ese empuje hacia la verdad que puede evidenciar el síntoma. El parresiastés además cortocircuita el amor propio, en el caso de quien trabaja con personas, locas o no, podríamos decir, el amor a nuestro saber, al sentido, a nuestra supuesta habilidad para ver más allá, a la satisfacción de una “buena interpretación” (aunque ya sabemos -siguiendo las indicaciones lacanianas-, si el analista se satisface de su propia interpretación, de su sentido, allí en realidad no hay interpretación). Quizás más que la verdad evidenciada, la cartesiana, como psicoterapeutas nos interese más la franqueza desnudada con la que se nos presenta el loco, sin que esto suponga que la primera no importe, sino que no es prioritaria e incluso en ocasiones conviene no tocarla. ¿Se trataría, entonces, de dejar el deseo de verdad del psicoterapeuta a un lado, para poder tomar la palabra parresiástica y así centrarnos en los amarres oportunos que el loco necesita fortalecer para poder vivir mejor, y tener mejores lazos sociales? ¿Acaso no es más importante, cuando hablamos de locura, el síntoma como construcción que sostiene al loco, que lo que encubre?

Respuesta de José María Álvarez (JMA): Como dices, en el libro Principios de una psicoterapia de la psicosis sostengo que empeñarse en descubrir los sentidos ocultos de los síntomas y ciertas verdades encubiertas del sujeto puede contribuir a desequilibrar más que a reequilibrar. Con ello propongo tan solo un punto de vista, el mío. En realidad es una hipótesis a la que he tratado de dotar de argumentos clínicos sólidos. Pero en psicoanálisis también hay otras perspectivas diametralmente contrarias, enfoques cuyos resultados terapéuticos son aceptables en muchos casos. Se trata de iniciativas que basan la terapia en la revelación de una verdad escondida y que usan –yo diría que abusan de– la interpretación como medio para descubrir algo misterioso. La mayoría de los psicoanalistas que trabajaron en instituciones mentales y escribieron sobre la materia siguieron esta línea. Pero las cosas han cambiado un poco. A mi manera de ver, a medida que la influencia de Lacan empezó a tenerse en cuenta en los hospitales, la tendencia reveladora e interpretativa disminuyó en favor de una disposición más contenedora y menos exegética. En ese sentido, es evidente que se ha aminorado el influjo que tuvieron hace medio siglo obras como las de Rosenfeld, Bion, Rosen y los psicoanalistas de la Chestnut Lodge, sobre todo Searles, Fromm-Reichmann y su alumno Arieti.

Tal como desarrollo en el libro, resulta muy llamativo que ese método consistente en abrir los ojos a una verdad atronadora diera buenos resultados y que el método contrario, el que otros y yo desarrollemos en nuestro trabajo diario, también los dé. Como es natural, esa aparente contradicción da pie a una pregunta sustancial. Y esa es la pregunta que inspira buena parte de mi reflexión en el libro del que hablamos. ¿Cómo es posible que tratamientos con trayectorias tan distintas –como son, por recuperar la expresión de Freud, la conveniencia de quitar, desvestir o revelar (per via di levare) o la de poner, vestir o velar (per via di porre)– provoquen efectos terapéuticos beneficiosos? En mi opinión eso solo puede explicarse por el poderío de la transferencia. Puesto que, según creo, los principales efectos sobrevenidos en el curso del tratamiento de un psicótico no derivan directamente del esclarecimiento de algo oculto ni tampoco de mantenerlo inactivo y a cubierto, sino sobre todo de la transferencia, es decir, del vigoroso lazo que se teje entre el clínico y el paciente. Esa es la tesis principal que propongo. En el fondo, cuando está bien establecida, la transferencia irradia un poderío capaz de atenuar incluso las meteduras de pata de los clínicos, como suelen ser las interpretaciones intempestivas y desquiciantes. Es una propuesta chocante, sin duda, pues no en vano Freud y otros muchos tomaron al loco como alguien inhábil para esos menesteres, lo mismo que algunos otros no paran de repetir que el psicótico está, al parecer, al margen del lazo social. A mí no me lo parece. Está claro que desarrolla una transferencia y un tipo de lazo diferente al común de los mortales. Pero diferente no quiere decir inexistente.

Ahora bien, admitir una transferencia en la psicosis y confiar la terapéutica únicamente a su poder, es un grave error. Aunque una buena relación haga mucho, uno no puede echarse a dormir; ni mucho menos. La transferencia y su poder son condiciones necesarias pero insuficientes. Después hay que hacer encaje de bolillos, es decir, hay que estar, hacer y decir a cada uno lo que le conviene en el momento. Junto a este consistente pilar de la transferencia hay que añadir otro también esencial. Se trata de un segundo apoyo en el que se asienta la tesis primordial de la psicopatología freudiana: la locura es sobre todo una defensa. Lo curioso, en mi opinión, es que la defensa de la locura o el engaño de la locura no se basa en la mentira sino en la verdad. Y tampoco se sustenta en la duda, sino que se agarra como a un clavo ardiendo a la certeza. Esta peculiaridad atribuye a la locura una llamativa e impactante hechura. Sobre esto volveré después. Merece la pena.

Defensa, certeza, verdad y transferencia son cuatro conceptos esenciales de la locura, los tres primeros tocantes a su psicología patológica y el último a su terapéutica. A todos ellos aludes en los elegantes y amplios comentarios sobre la parresía, la transferencia en la neurosis y en la psicosis y la reflexión final acerca de si el psicótico se engaña o se protege de lo real que esconde su verdad. Así es que, después de la introducción que acabo de hacer, contestaré a estas cuestiones con brevedad.

Cuando leí los comentarios de Foucault sobre la parresía, en Discurso y verdad en la antigua Grecia, en ningún momento se me ocurrió asociar al loco con el parresiastés, esto es, el que dice todo lo que le viene a la mente; el que además lo expone con detalle, exhaustividad, precisión y exactitud, de tal manera que da la impresión de libertad (de ahí que los latinos tradujeran parresía por libertas); el que aspira también a ser comprendido por quienes le escuchan. Mi exploración de la locura –de la psicopatología, en general– me muestra más el engaño necesario que la franqueza (parresía). Es cierto que a veces se dice que los niños, los borrachos y los locos dicen verdades como puños. Así es, sin duda. Pero se puede decir algo de la verdad de alguien o de alguna cosa sin que esa verdad sea asumida por quien la dice, incluso se puede usar la verdad como forma esencial de la mentira y el engaño, convirtiéndola así en la defensa por excelencia. Creo que Lacan destacó hábilmente esta superposición de la verdad y la mentira, hasta hacer del engaño una sutil forma de decir algo de la verdad subjetiva sobre el deseo.

Sobre los niños y los borrachos no opino. Pero creo que en el caso del loco, las cosas tienen mucho que ver con esta interpenetración de la verdad y la mentira, con lo que llamaba el uso de la verdad como ceguera. Al fin y al cabo, si en una línea disponemos los extremos del apasionamiento, a un lado se situaría el ecuánime desidioso y al otro el fanático, superado incluso por el loco exaltador de la verdad. Hay que tener en cuenta, además, que el loco suele ser un superdotado de la penetración psicológica. Con esa agudeza accede a ciertas verdades de los otros. Ahora bien, tocante a las suyas es un completo invidente y anda a tientas. Y no podría ser de otro modo, porque esa es la forma que ha encontrado para desligarse de una verdad que le resulta insoportable, una verdad de la que ni siquiera tiene noticia salvo mediante el rodeo de la alusión delirante y la injuria alucinatoria. En ese sentido se puede decir que el loco no sólo decide inconscientemente cerrar los ojos ante su verdad intolerable, sino que le da voluntariamente la espalda mediante ocultaciones premeditadas. En ambos casos, a mi entender, usa parapetos defensivos a los que convierte en su modo de vida y a los que confía su frágil estabilidad.

Cuando aludo a una decisión inconsciente y la opongo a otra voluntaria me estoy refiriendo a dos modalidades defensivas. La primera corresponde al resorte primordial de la defensa fundamental, la que configura la estructura psíquica, en este caso la locura o psicosis. Con respecto a ella se pueden evocar las poéticas palabras de Lacan sobre la «insondable decisión del ser». Con arreglo a la segunda, me refiero a las muchas y variadas decisiones conscientes y voluntarias que toma el loco para protegerse. Porque él se protege de la maldad del Otro, de las cuchilladas del lenguaje y a menudo de nosotros. Y tiene sólidas razones para hacerlo así, desde luego. En esto el loco es muy distinto al parresiastés del que hablábamos. Entre otras cosas porque no lo dice todo, lo cual es un signo de que no ha perdido la razón. Oculta y disimula, afortunadamente. En el fondo sabe que muchas de sus experiencias son raras y que si las contara le tomarían por chiflado. El loco aprende pronto a callar aspectos de su locura para que le dejemos en paz. A veces, también, para protegernos, porque en su delirio nosotros también estamos en peligro. Y más lo estaríamos si nos revelara algunos secretos trascendentales. Toda esta ocultación, fingimiento y disimulo es una muestra de su racionalidad preventiva, de su buen criterio para mantenerse a cubierto en este mundo verdaderamente hostil para todos. El Dr. John Nash, premio Nobel de Economía, comentó respecto algunos de los años que pasó en Princeton: «Creía que era un personaje mesiánico, divino, con ideas secretas, y me convertí en una persona cuyo pensamiento estaba influido por los delirios, pero que mantenía una conducta relativamente normal, de modo que pude eludir el internamiento y la atención directa de los psiquiatras». Cuando alguien es capaz, como Nash, de achicar las manifestaciones de la locura ante los otros y mantenerla discretamente como locura interior –con palabras parecidas lo explicó Roger Lewin, un psiquiatra del Shepherd Pratt de Baltimore– las cosas van viento en popa.

Este comentario acerca de las diferencias entre el parresiastés y el loco me ha permitido mostrar defensas de dos tipos: una inconsciente, genérica y crucial; otras voluntarias, puntuales y accesorias. Como decía, este punto de vista se afirma en una concepción general de la psicología patológica estructurada como defensas y de él deriva la perspectiva terapéutica según la cual la transferencia constituye la condición necesaria para hacer algo con esas protecciones. Aquí está todo el asunto. ¿Perturbamos o no la defensa? Si lo hacemos, ¿con quién, cuánto, cuándo, cómo? De todo esto es de lo que trato en el libro Principios de una psicoterapia de la psicosis. Para no repetirlo, resumiré mi propuesta diciendo que lo importante es si nuestra acción funciona o no funciona, si equilibra o desequilibra. Cuando se trabaja con locos de remate se tiende a pensar en estos términos eminentemente prácticos y se dejan a un lado las profundas reflexiones sobre las entretelas de la verdad. Aunque no te atosigues con ellas, eso no quiere decir que uno prescinda de ese referente. En mi caso suelo tener presentes sobre todo las que atañen a si verdad prefiere el acomodo de lo evidente o el de lo encubierto, por seguir el tantas veces repetido aforismo de Demócrito «Veritas est in puteo» [La verdad está en lo profundo]; o si el conocimiento de la verdad es tan beneficioso y hace tan libres como se dice, aspecto en el que vale la pena tener presentes las palabras de Lacan en El reverso del psicoanálisis, en especial cuando comenta que lo resolutivo de la verdad, cuando surge, a veces puede ser afortunado y en otros casos desastroso. Y añade: «No se ve por qué la verdad tendría que ser siempre benéfica. Habría que estar mal para creérselo, puesto que todo demuestra lo contrario». Con todas estas consideraciones, la vertiente práctica de la que hablo se sustancia en las palabras luminosas de Nietzsche, cuando en Ecce homo se pregunta sobre la dosis de verdad que un sujeto está dispuesto a soportar. Un sujeto, no hay que olvidarlo, cuya apuesta vital consiste en permanecer ciego mediante la patológica relación con el saber, la cual implica a la certeza y la verdad.

MG: Desde este asunto de la verdad, podemos ir ahora a otro que tiene relación con ésta, la realidad. En tu libro distingues perfectamente entre dos posibles orientaciones en la cura, una con la que no estás de acuerdo, y otra que tu propia experiencia te ha llevado a apuntalar como la adecuada en el tratamiento de la locura. La primera sería aquella que lleva al psicoterapeuta a un empuje del loco hacia el entendimiento y aceptación de la realidad, tratando de contradecir las maravillosas ficciones del delirio. La segunda sería entender el delirio como una construcción del psicótico que le sirve de defensa contra algo peor que la pérdida del sentido de realidad. Me pregunto si la primera orientación no responderá a la angustia que le produce al psicoterapeuta enfrentarse al, aparente, sinsentido del delirio, impidiéndole esta angustia trabajar adecuadamente con el loco. Para cualquier profesional que trabaje en instituciones con personas que puedan presentar un desencadenamiento delirante, ¿cómo se puede explicar la función del delirio y cómo se debe actuar frente a éste? Esta pregunta está respondida en tu libro pero me gustaría obtener unas indicaciones para no clínicos, para otros profesionales que trabajen con personas y puedan encontrarse con el desencadenamiento de una psicosis: educadores, maestros, etc., ya que como tú mismo afirmas, las personas que no trabajan en instituciones de salud mental, tienen una mayor dificultad para entender la locura al no trabajar diariamente con ella.

Respuesta JMA: Aunque no la busquemos a propósito, se da con frecuencia la asociación entre verdad y realidad. Es habitual considerar que algo es verdadero cuando se adecua a la realidad. ¡Ojalá fueran las cosas tan sencillas! Verdad y realidad son términos poliédricos, espesos, enmarañados, en fin, cualquier calificativo que insinúe complejidad les va bien. A mi manera de ver, en nuestro ámbito la realidad sustituyó a la razón como criterio distintivo entre locura y cordura. Durante siglos y siglos, la locura se midió con la vara de la razón y se consideraba loco a quien razonaba mal o de otro modo, pero no conforme a la recta razón. Con el desarrollo de la psicopatología, sobre todo a través del estudio del delirio y la alucinación, la adecuación a la realidad fue paulatinamente sustituyendo a la desgastada razón. Sin ir más lejos, la concepción de Eugen Bleuler de la esquizofrenia se asienta en el autismo y éste, a su vez, en el predominio del mundo interior fantástico e irreal sobre el objetivo y afianzado en la realidad. Menciono a Bleuler porque él creó la mayor de las enfermedades mentales, la esquizofrenia, y ella es un ejemplo excelente de trastrocamiento de la realidad. Y Jaspers, en Psicopatología general, cuando se refiere a la conciencia de realidad y a las ideas delirantes, alude a la relación razón-realidad de forma palmaria: la realidad del juicio de la realidad es algo que «flota», «algo movido en la razón».

Es de lamentar, como decía, que todo esto sea más complejo de lo que parece. Como no quiero rebasar el ámbito del que puedo decir algo, recuperaré tres de los términos de los hablamos hace un momento: la defensa, la verdad y la certeza. Quizás se pueda dar un pasito más si somos capaces de establecer alguna distinción entre verdad y certeza de cara al conocimiento de la locura y su tratamiento. Para hacerlo con la corrección que requiere, evocaré unos comentarios de Paul Schreber contenidos en las primeras páginas de sus Denkwürdigkeiten. En ellas, cuando expone las razones por las que da a conocer sus concepciones religiosas con la publicación de ese libro, esto es, su locura delirante, escribió: «Ni siquiera respecto de mí mismo puedo afirmar que todo tenga para mí una certeza inamovible (unumstößliche Gewißheit). También para mí son muchas las cosas que no pasan del nivel de simples conjeturas o probabilidades. También yo soy un simple mortal, sujeto a las limitaciones del conocimiento humano. Sólo de una cosa no tengo la menor duda: de que he estado infinitamente más cerca de la verdad que los demás hombres a quienes no se les ha hecho partícipes de revelaciones divinas». Conforme a lo que señala nuestro profesor de psicosis, la certeza no es un saber sobre todas las cosas, sino un saber absoluto sobre algo concreto. Y ese saber radiante y cegador no implica acceder a una verdad total, sino una modesta aproximación a ella. En cierta medida, mediante las certezas el sujeto parece acercarse a la verdad absoluta, una verdad que se resiste en tanto en cuanto el delirio sigue insistiendo. Pero, ¿cuándo el delirio cesa es que se ha alcanzado la verdad universal? No lo creo. Si el delirio se interrumpe es porque ha perdido su razón de ser, esto es, su función. Y la función del delirio es ante todo protectora y defensiva. De ahí que cuando el loco se reequilibra el delirio se achica y cuando se desequilibra, se multiplica. Si el deliro insiste es porque no aporta la función cegadora a la que está destinado, no porque haya alcanzado una verdad absoluta. A veces tenemos la impresión de que cuanto más se aproxima un loco a esa verdad plena, más se ha alejado de su propia verdad subjetiva. Cuando se trata de la locura, el horror del que se huye es de tal magnitud que solo se combate con una claridad deslumbradora. Tocante a la locura, por tanto, el interés por el saber, la verdad y la certeza proviene sobre todo de la relación que el sujeto mantiene con ellos y de la función protectora que le aportan. Los aspectos gnoseológicos a mí me caen un poco a trasmano.

No obstante, el componente filosófico, epistemológico y gnoseológico de esos conceptos puede servirnos para aclarar algunos aspectos de la locura y el delirio. Y creo que esos esclarecimientos contribuyen a mantener el tipo con el delirante sin recurrir a la supuesta seguridad qua aporta la realidad común. Como señalas en tu pregunta, es un inconveniente que el clínico se angustie más de la cuenta ante el aparente sinsentido del delirio. Si nos remitimos al ámbito filosófico, llama la atención la cantidad de vueltas que se han dado para instituir una certeza sobre el ser, sea mediante apoyos racionalistas, empiristas, kantianos o lo que sea. Pero siempre hay algo que no cuadra o es insuficiente, con lo cual se echa mano de dios o de algo parecido para garantizar la coherencia del planteamiento, como en el caso del cogito (ergo) sum catesiano. En este caso, como bien señalara Heidegger en ¿Qué es filosofía?: «El estado de ánimo de la duda es el asentimiento positivo a la certeza. De aquí en adelante la certeza se alza en la forma que determina la verdad». A mí lo que me admira de todo esto es la cantidad de sesudos comentarios, críticas y acotaciones que ha merecido esa primera certitudo de Descartes, tantas que uno tiene la impresión de que, para el sujeto corriente, es una cuestión de fe aceptar algo como certeza. En esto el loco nos lleva ventaja. Él lo soluciona todo en un santiamén. Ni su conocimiento ni su saber tienen que ver con la reflexión usual. Sus grandes certezas no resultan de eso. El loco no va a la biblioteca para culminar su cogitación con una certeza irrebatible, definitiva, última. Nada de eso. El acceso al saber relacionado con sus certezas le llega por una vía completamente distinta: la revelación, la iluminación, la intuición plena, los momentos fecundos de un saber penetrante y meridiano. En un instante se le presenta y obtiene lo que otros sujetos corrientes no adquirirían ni en siglos. A partir de ahí la duda se destierra casi por completo. Y todo ello porque para él su certeza es cosa de vida o muerte. Es una necesidad imperiosa de la que ya no quiere prescindir, de la que ya no puede prescindir. En este sentido entiendo aquellas luminosas palabras Lacan, cuando en el seminario Las psicosis, al caracterizar las diferencias entre un loco y un sujeto normal, enfatizaba que a este último le traen al pairo «ciertas realidades cuya existencia reconoce».

El delirio es una invención, de eso no hay duda. También la realidad lo es, aunque cuesta creerlo. Así lo señala, entre otros muchos, Paul Watzlawick cuando destaca que la manera más peligrosa de engañarse a sí mismo es creer que existe una sola realidad. Así lo desarrolla en ¿Cuán real es la realidad? (Wie wirklich ist die Wirklichkeit?). Pero en esto, como en tantas otras cosas, el que más lejos fue es Freud. Cuando examinó las relaciones de la neurosis y la psicosis con la realidad, en 1924, señaló que mientras el neurótico la evita y huye, dejando patente, mediante la represión o la fantasía, que no quiere saber nada de ciertos fragmentos de ella, el loco la reconstruye mediante el delirio y se empeña en modificarla hasta hacerla más soportable. Y después de argumentar esto, añadió unas palabras que no conviene desterrar de nuestra reflexión: «Llamamos normal o “sana” a una conducta que aúna determinados rasgos de ambas reacciones: que, como la neurosis, no desmiente la realidad, pero, como la psicosis, se empeña en modificarla».

Tengo la impresión de que si nos tomáramos en serio estas palabras nos desprenderíamos de muchos prejuicios sobre la seguridad y bienestar que aporta el acomodo en la realidad y atenderíamos mejor a nuestros pacientes.

Indicaciones clínicas genéricas para clínicos y no clínicos

MG: Como ves, las preguntas previas apuntan, entre otras cosas, al inconsciente del psicoterapeuta, porque es ahí donde se suceden los empujes y resistencias que interfieren en el tratamiento de la locura (o cualquier tratamiento psíquico). Como bien muestras en tu libro, me parece interesante la advertencia que el psicoanálisis hace a aquellos que se van a lanzar a trabajar con pacientes que presentan malestar psíquico: Uno debe hacer su propia experiencia analítica para que su inconsciente interfiera lo menos posible en el tratamiento. Me pregunto si es posible, sin hacer la experiencia del psicoanálisis, orientarse en la escucha del loco. Si esas pautas mínimas pueden ser un comienzo para personas sin experiencia en el tratamiento de la locura, aún sin tener un trabajo analítico propio. Es decir, una escucha analítica aplicada, podríamos decir, para otros profesionales. En la dirección de establecer una buena escucha y tratamiento de la locura, me parece que hay dos elementos fundamentales que tratas en tu libro, el “elemento afianzador” y la transferencia como “acompañamiento”, “presencia”. Quizás podamos tomar estos dos elementos como dos fundamentos básicos para el tratamiento, pero también para aplicar en momentos sorpresivos de desencadenamientos ante profesionales no expertos en el tratamiento de la locura. ¿Cómo se pueden entender ambos si los trasladamos a estos profesionales? Las indicaciones psicoterapéuticas que ofreces en tu libro no me parecen sólo clínicas, me parece que el componente ético es fundamental a lo largo de sus páginas. Para los clínicos es fundamental sostener la ética terapéutica en el tratamiento de la locura, y podríamos decir que ésta sólo se alcanza mediante formación, práctica, y una experiencia psicoanalítica que ayude al clínico a ocupar la posición que le corresponde en el tratamiento (para que no le sucedan los empujes inconscientes ya mencionados). ¿Es la misma ética que habría que aplicar a cualquier profesional que pueda toparse esporádicamente con la locura? ¿O se puede hablar de unos mínimos que les sirvan para ubicarse mejor en la escucha de la locura? ¿Cuáles serían? En cuanto al lugar destinado a la locura en las instituciones, ¿Dónde encuentra el loco un lugar en el que estar acompañado? En el mundo del cine ha quedado reflejado una y otra vez cómo el desamparo del psicótico no es sólo singular a su historia, a su familia, sino que se manifiesta metonímicamente en la sociedad y las diferentes entidades que la componen, desde las personas hasta las instituciones, una burocratización del tratamiento que impide el lazo, etc.

Respuesta JMA: El clínico que trabaja con locos está siempre en riesgo. No me refiero tanto al peligro físico, de todos conocido aunque sobrevalorado. Estoy hablando del anímico, cosa que se entenderá si se tiene en cuenta la gravedad de estos pacientes, la angustia que soportan, las intensidad de las crisis que padecen y el fracaso existencial que comporta su enfermedad. Eso nos afecta, claro. Cómo no va a afectarnos si se masca a diario. A mí, en concreto, me inquietan los posibles pasos al acto y el hecho de que muchos pacientes, en lugar de mejorar un poquito, se hunden cada vez más. Cuando uno mira hacia atrás con la esperanza de encontrar a alguien que pudiera ocuparse de tal o cual paciente, porque ves que la cosa no va, y detrás de ti ya no hay nadie, que tú eres el último parapeto, en fin, eso resulta turbador. Así y todo, mi trabajo me gusta y lo llevo con soltura. ¿Cómo sobrellevar con donaire todas esas chifladuras y esos fracasos estrepitosos? ¿Cómo saber que ocupas una posición crucial en la vida esas personas, habitantes de otros mundos, y no salir corriendo?

Para contestar esas preguntas puedo aportar, aunque sea de forma desordenada, algunas reflexiones de lo que me han servido a mí pero dudo que valgan para otros. Vayamos a los hechos en su máxima simplicidad, como es sentarse a hablar con un loco. La cuestión no es sentarse y hablar. Primero, hay que saber si conviene sentarse. Después, si vale la pena hablar o mantenerse callado. Y si hubiera que hablar, la cosa es qué decir, cuándo y cómo; incluso qué cara poner y con qué gestos vestir las palabras. Pero sobre todo, lo fundamental es hacia dónde apuntamos con todo eso y para qué lo hacemos. Por supuesto, uno no puede ponerse a hablar y decir cualquier cosa ni estar de cualquier manera. Porque si te sientes cómodo y logras transmitirlo, los efectos son muy distintos. Y no digamos si además representar con desenvoltura el teatrillo al que nos obliga nuestro oficio, uno sabe hablar y decir lo pertinente. Como se ve, un simple encuentro puede convertirse en algo harto complicado o resultar sencillísimo.

El caso es que para hacer lo conveniente en una situación tan cotidiana se requiere a menudo un complejo aprendizaje. Más aún, creo que no se adquiere esa soltura por un solo camino y que cada uno tenemos el nuestro. También creo que esas habilidades no se aprenden en los libros, por desgracia. Lo que más me ha servido a mí ha sido la curiosidad que desde muy pequeño sentí por la locura. Es cosa chocante, pero es así. Y ahí está lo fundamental. Sin embargo la curiosidad es insuficiente por sí misma. Necesita una buena orientación y nutrirse de mucha experiencia, además de instrucción y pulimento. Del deseo, en definitiva, hay que aprovechar el empuje brioso y el anhelo, su pasión intensa pero satisfactoria. Al deseo uno tiene que acomodarse. Eso implica un proceso de mutua adaptación, hasta llegar a formar con él una pareja singular y bien avenida, de las que no se aburren ni siquiera cuando callan y están a otras cosas. El tránsito del que hablo es arduo y espinoso, en general. Ahora bien, cuando se consigue, uno puede llegar, sentarse cómodamente junto a tal paciente y usar la presencia y la palabra de modo que todo eso ayude. Sí, le ayude tanto a él como a nosotros: al loco, a soportar el exceso que comporta su locura; al loquero, a saber hacer con la propia locura que vemos en el otro. Cuando el deseo se convierte en tu pareja de baile y los movimientos se acompasan y fluyen, todo se vuelve sencillo.

Comoquiera que ese ajuste no se da de repente, conviene echar mano de otros apoyos, entre ellos: la formación clínica institucional; el magisterio de alguien más avanzado o al menos la guía de algún Caronte; el estudio bien orientado del psicoanálisis y la psicopatología; la fortuna de trabajar en un servicio que apoye tus iniciativas; y, sin duda, el análisis personal. Como sugieres en tu pregunta, resulta provechoso hacer la experiencia analítica para que nuestro inconsciente interfiera lo menos posible en los tratamientos. Cierto, a menudo el análisis nos quita muchas bobadas de la cabeza, le da un buen lijado al narcisismo y fortalece en algunos casos el deseo inicial. Quieres saber hablar con locos, pues estate con ellos y visita a un analista que sepa detrás de lo que anda. Se podría decir así.

Si le doy especial valor al análisis personal en este quehacer es por dos motivos, ambos muy saludables, por lo que me permito recomendarlo. El primero se materializa en la adquisición de soltura con pacientes muy diversos, no solo con el tipo de enfermos con quienes uno se entiende bien por afinidad. Un clínico de primera es aquel que vale lo mismo para un roto que para un descosido, esto es, que sabe estar y hablar con una gama muy amplia de personas. El segundo motivo por el que lo aconsejo es porque suele venir bien para tratar las cuatro enfermedades típicas del joven practicante: la inhibición paralizante, el afán estúpido de originalidad, el autoritarismo del ignorante y la vanidad de hacerse adorar por los propios locos, sin duda la más grave y casi siempre incurable, salvo milagro. Cuando estas patologías no mejoran, nos encontramos con los personajes, llevados al extremos de la caricatura, habituales en nuestro medio. Cualquiera de nosotros nos reconoceremos en alguna o varias de ellas. En fin, aunque solo sea por decoro, está claro que vale la pena curarse. Eso o acabaremos convertidos en un esperpento, engrosando las listas de los funcionarios (lo digo en sentido negativo del término) de la salud mental, del grupo psicoanalítico o de la vida aburridamente acomodada.

Además de estas recomendaciones generales, creo que para tratar con y tratar a este tipo de personas son muy útiles el respeto, la tolerancia, la flexibilidad, la adaptabilidad, el tesón, la humildad, la firmeza, la buena disposición, el sentirse cómodo con las diferencias y manifestarlo, el transmitir cierta garantía de no abandonarlas y sobre todo el estar dispuesto a dejarse usar por ellas. En el fondo, como enfatizaba Luc Ciompi en Afecto-lógica: el vínculo entre el afecto y la lógica; una contribución al estudio de la esquizofrenia, no hay que olvidar en ningún momento lo más obvio: «No estamos delante de una enfermedad, sino de una persona particular». A diferencia de los terapeutas que trabajan con sujetos neuróticos, a los que tratan con locos les viene como anillo al dedo la capacidad de asumir la falta y de ser capaces de mostrar su incompletitud, además de consentir al sinsentido, al exceso de sentido y de prescindir del sentido común. Frieda Fromm-Reichmann, en un breve artículo publicado en 1948 sobre psicoterapia psicoanalítica con esquizofrénicos, daba una recomendación por casi todos compartida: «No se puede, y no se debe, pedir a estos pacientes que acepten que se les guíe hacia un ajuste convencional de los requerimientos habituales de nuestra cultura, y mucho menos de lo que el terapeuta en particular considera que son esos requerimientos».

Como puede observarse en todo lo que acabo de decir, la clínica y la ética van de la mano. No hay una sin la otra, por evocar la acertada fórmula de Jacques-Alain Miller en Matemas I. Mas la ética y la clínica no se refieren solo a lo que hace el analista o el terapeuta con su paciente, sino a lo que hace consigo mismo para estar a la altura de su cometido.

MG: La última pregunta es sobre la situación actual de la pandemia global. ¿Cómo ha afectado esta situación a la locura y su tratamiento? Estoy pensando tanto en los efectos del confinamiento y la paranoia del contagio en personas psicóticas (entiendo que habrá tantos efectos diversos como sujetos psicóticos, pero quizás haya algunos elementos comunes que nos puedas contar), hasta la posibilidad de continuar o empezar tratamientos en esta situación en la que los hospitales están desbordados.

Respuesta JMA: El mundo no es tan seguro como nos empeñamos en creer. Ni siquiera lo es el mundo rico. Eso es lo que más nos cuesta admitir de la pandemia. De repente caemos en la cuenta de que tenemos los pies de barro, sentimos nuestra provisionalidad y palpamos la muerte flotando en el ambiente, siempre amenazante. Además, tenemos razones de peso para estar recelosos de la presencia de los otros y de su contacto, no sea que nos vayan a contagiar o que seamos nosotros quienes los infectemos. Con todo ello, el miedo propio se ha intensificado y también el temor que nos inspiran los otros. Si esto durara unos años, las consecuencias psicológicas serías graves porque se arraigarían. Pero si se soluciona más o menos en el plazo de unos meses o un año, las cosas seguirán en la misma dirección y a un ritmo parecido. De ser así, no creo la pandemia haga mella en nuestra subjetividad y mañana seamos otros, ni afecte al funcionamiento capitalista de los conciudadanos del primer mundo.

A consecuencia de la aparición de la COVID-19 en nuestras vidas, la presencia física ha sido sustituida por la imagen virtual. Desde hace algunos meses, con muchos pacientes hablamos por teléfono o los vemos a través de la pantalla del ordenador. Mejor eso que nada, desde luego. Con algunos, como es de suponer, seguimos hablando cara a cara y los vistamos en sus casas o vienen al hospital. En mi trabajo no ha pasado nada extraordinario, pese a que algunas actividades de la Unidad han disminuido y otras se han puesto en cuarentena. Nos hemos adaptado a la nueva situación de falsa seguridad. Pero los vínculos con los pacientes se han mantenido en todos los casos. Con los locos siempre hay que mantener un contacto o la posibilidad de un contacto. Y no creo que sean ellos quienes más se resienten de esta crisis. Salvo excepciones, la mayoría se han adaptado con agrado a la nueva situación. Los delirantes han incorporado el virus como un elemento accesorio que refrenda su axioma persecutorio o redentor. Quién sabe cuántas veces he escuchado durante estos meses frases del estilo: «Me encuentro como siempre. Yo estoy acostumbrado a la soledad. La prefiero. En casa me siento mejor y con lo del virus no tengo obligación de salir. Mis problemas están en las relaciones y volverán cuando me digan que pasee, que haga cosas y me distraiga».

Más que a los locos delirantes, la pandemia está perturbando a los obsesivos con temores de contagio y a muchas personas que habían mejorado de sus neurosis y comenzaban a salir al mundo. Los primeros se pasan el día aterrorizados. Y para atenuar la angustia que los carcome, se someten a estrictas pautas de rituales de limpieza, desinfección, se enjabonan y frotan hasta dañar la piel y caen en un continuo lavado de enseres que pueden transmitir el virus, etcétera. Los segundos se lamentan, mientras miran por la ventana, de cómo se alejan los proyectos que empezaban a pergeñar y de las relaciones que estaban surgiendo. Es una pena, la verdad, porque después de años de ostracismo, carcomidos por la neurosis, para muchos de ellos la luz comenzaba a iluminar sus vidas. En fin, a menudo somos nosotros los que nos metemos en líos. Pero a veces también nos los encontramos sin buscarlos. En ambos casos, no obstante, nos corresponde buscar la buena salida.

José María Álvarez

José María Álvarez 
Psicoanalista

Marta García de Lucio

Marta García de Lucio 
Psicoanalista. Colaboradora inconsciente

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