Capítulo XIV del libro El psicoanálisis en la clínica de niños pequeños con grandes problemas, Ed. Lazos, Buenos Aires, Argentina, 2006. [Presentado en la Reunión Lacanoamericana de Rosario, Argentina, 1999. El “hoy” del título corresponde a ese año (1999) y sin embargo lo que allí se dice cada vez está más presente].
AUTISMO AL DÍA DE HOY
Por Elsa Coriat
El autismo ya no es lo que era. Ha quebrado su espléndido aislamiento y hoy en día es posible encontrarlo por doquier.
Si el que escucha estas reflexiones cree encontrar en ellas un cierto dejo de ironía –al tiempo que también una verdad– no va a estar del todo equivocado. A mí se me fueron imponiendo en los últimos años, al comenzar a recibir, tanto en mi consultorio privado como en el Centro “Dra. Lydia Coriat”, cada vez más niñitos que llegaban con un diagnóstico previo de autismo (diagnóstico con el que yo, en relación a muchos de esos casos, no concordaba). Paralelamente –y supongo que ustedes lo habrán notado– el significante autismo comenzó a circular cada vez más en la cultura, en los medios de difusión, en Internet y en el cine.
El autismo ha comenzado a hacerse familiar, cualquiera se siente autorizado a diagnosticarlo.
Desde el material clínico de un caso concreto quisiera extraer algunas cuestiones generales que, dada esta inserción del autismo en la cultura al día de hoy, se nos presentan como obstáculo: obstáculo para los padres en la crianza de su hijo y obstáculo para nosotros, profesionales de distintas disciplinas interesados en la clínica de los problemas graves del desarrollo.
Desde el primer llamado, ella fue para mí la mamá de Javier. Por teléfono, me dijo que tenían un hijo autista y que estaban buscando un analista para él. Concertamos una entrevista a la que concurrieron ambos padres.
Entre ambos, me cuentan la larga historia de los pequeños casi cinco años de Javier. Nació normal, ningún comentario especial de los primeros tiempos. A los siete u ocho meses un grave proceso viral pone en vilo su vida. Una semana de internación en terapia intensiva, canalizado. La muerte se acerca al borde de la cuna y está presente en el terror de los padres.
Javier se recupera. Los médicos lo dan de alta con la afirmación de que no quedan secuelas. En los meses inmediatos siguientes nada llama en especial la atención, aunque los avances motrices son ligeramente lentos. Poco después del año lo invade una angustia inusitada en ocasión de una mudanza. Fueron prácticamente veinte noches seguidas en las que no lograba conciliar el sueño por más de una hora, despertándose en un llanto.
A partir del año y medio, la madre comienza a preocuparse por la casi ausencia de lenguaje. Ya a los dos años comienzan las consultas específicas, sospechándose una disminución de la audición por su falta de respuesta. Por esa época se confirma una otitis con perforación de tímpano, pero los resultados de los potenciales evocados siempre fueron desconcertantes, oscilando entre la semisordera y la audición normal.
A los dos años y medio, un reconocido neuropediatra diagnostica disfasia, es decir, dificultades de base neurológica en la comprensión y expresión del lenguaje; en consecuencia, indica tratamiento fonoaudiológico.
A posteriori se precipitan una seguidilla de consultas, tratamientos y diagnósticos: trastorno de la personalidad, desconexión, trastorno severo del desarrollo, autismo. El diagnóstico de autismo es dado por otro neuropediatra de primera línea, acompañado con las siguientes palabras: “El autismo es orgánico, es importante que ustedes no se sientan culpables”.
Hasta llegar a mí, y a lo largo de poco más de dos años, además de pediatras y neurólogos, se habían sucedido fonoaudiólogas, psicólogas, analistas y psicolingüistas.
Javier prácticamente no prestaba atención a la palabra, casi no utilizaba el lenguaje. Las pocas veces que pedía algo con palabras lo hacía en segunda persona –por ejemplo: ante una pregunta repetía “querés” en vez de decir “quiero”. Cuando se le daba la gana era capaz de repetir ecolálicamente un fragmento entero de alguna película. Con frecuencia se golpeaba la cabeza. Se pegaba a los videos. No armaba juego.
Después de escuchar este relato de los padres –en el que omito adrede todo dato relativo a la singularidad del caso–, propongo encontrarme con Javier en dos o tres horas de juego. Me tocan el timbre a la hora señalada y bajo a abrir la puerta del hall de entrada esperando encontrarme con un autista. Por eso, si algo no esperaba, era encontrarme con una nariz pegada al vidrio de la puerta, comandada por unos ojos curiosos y expectantes, atento a lo que estaba por ocurrir. En lo único que coincidía con los niñitos descriptos por Kanner que yo tenía en la cabeza era en ser un niñito precioso y de aspecto normal.
Ya en el consultorio fue directamente a los juguetes que había dejado preparados, interesándose en ellos pero limitándose a agarrarlos y mirarlos uno por uno sin que pudiera reconocerse ni un juego ni una investigación activa sobre ellos. Hizo girar alguna rueda y se quedó mirándola un cierto tiempo, pero no demasiado. Podría decirse que mis propuestas de juego le entraban por un oído y le salían por el otro, tanto las verbales como las que efectuaba en acto. De vez en vez nuestras miradas se cruzaban, y es cierto que no me daba demasiada bolilla, pero tampoco se registraba la más mínima actitud de rechazo de su parte.
Al rato, ya tocados todos los juguetes, pasé a convertirme en el objeto sobre el que recayó su interés principal. Yo estaba sentada en el piso, recostada contra la pared. El juego que inventó fue deslizarse entre mi espalda y la pared, empujando, saliendo del otro lado. Este juego implicaba la búsqueda de un estrecho contacto corporal, que era grato y le era grato. Se divertía.
La mamá estaba sentada en la sala de espera, presentándose como sumida en la lectura de un libro para no interferir en la relación de Javier conmigo. Desde una cierta distancia, Javier la mira. Al ver que la mamá no le devuelve la mirada, Javier, mirándola, comienza a golpearse la cabeza. Consigue su objetivo: la mamá suspende su lectura y lo espía de a ratitos, como pidiéndole u ordenándole con la mirada que no lo haga. Me pongo a jugar a golpear. Golpeo un jeep, me golpeo, lo golpeo a él con la mano, lo golpeo a él con el jeep. Javier se divierte.
En la puerta, al despedirnos, con las manos prendidas a mi ropa me reclama que me agache. Llevada por él, casi sin pensarlo, me agacho y me pongo a su altura, momento en que mi flamante pacientito autista estampa un beso en mi mejilla.
Al concluir esta sesión, además de los montones de preguntas que me formulaba acerca de la singularidad de Javier y de cómo propiciar el camino de su advenimiento como sujeto, no podía dejar de preguntarme: ¿a qué se le está llamando autismo hoy en día? Y en cuanto a Javier, ¿era autista? A la espera de una fundamentación más precisa, esta última duda se me resolvió con un chiste, una combinatoria de palabras que se me impuso sin pensarlo: Javier pasó a ser para mí “mi autista mimoso”. Porque si de algo no quedaban dudas era de que Javier era mimoso, que buscaba el cuerpo, la mirada y la atención del otro, datos, para mí, incompatibles con el autismo, con lo cual la expresión “mi autista mimoso” se transformaba en una contradictio in adjecto que quedaba destacada en sí misma. En cuanto al significante “mi”, el primero de la serie de tres, lo reconozco, se trata de un exceso transferencial, ese exceso que nos lleva a considerar “nuestros” a nuestros pacientes.
Javier en particular no va a estar ni mejor ni peor en función del diagnóstico que se le ponga, pero lo que sí es obvio es que los adultos que lo rodean, empezando por sus padres y los profesionales que de él se hagan cargo, tenderán a colocarlo en un lugar distinto según el título que le pongan y la idea que tengan de lo que le pasa. “Colocarlo en un lugar distinto” implica distintas versiones acerca de cómo Javier debe ser tratado, tanto en un tratamiento a cargo de un profesional como en su vida cotidiana.
¿Qué es el autismo al día de hoy? Para comenzar a trabajar la respuesta a esta pregunta hice un pequeño recorrido por algunas librerías para ver cual era la bibliografía que se ofrecía. Del lado del psicoanálisis, estaba fresca todavía la aparición del libro de Héctor Yankelevich, Ensayos sobre autismo y psicosis [1], y continuaba presente Psicoanálisis del autismo [2], de Alfredo Jerusalinsky. Del otro lado había varias ofertas, pero una me interesó en especial. Me refiero a Autismo infantil y otros trastornos del desarrollo [3], publicado por Fejerman, Arroyo, Massaro y Ruggieri, cuatro de los principales exponentes de la neuropediatría argentina, integrantes todos ellos del Servicio de Neurología del Hospital Garrahan.
Se publican en este libro las conferencias presentadas por distintos autores en el Simposio sobre Autismo, en ocasión del VI Congreso de la Asociación Internacional de Neurología Infantil, realizado en Buenos Aires en el año 1992, siendo coordinadora del simposio la doctora Isabelle Rapin, decana de Neuropediatría Internacional en el área de Autismo y Trastornos del Desarrollo.
En las páginas de este libro, firmadas por figuras representativas de nuestro tiempo, encontré el más alto exponente de las conclusiones científicas alcanzadas hasta el momento, lo mejor de lo que se dice por ahí –es decir, lo mejor de lo que se dice por ese ancho mundo en relación al cual, tantas veces, los psicoanalistas nos ubicamos como ajenos.
Además, y más interesante todavía, en este libro me encontré con buena parte de lo que últimamente están diciendo los pacientes, en sus primeras consultas, acerca de lo que es el autismo. Es necesario reconocer que las posiciones presentadas aquí son las que han ganado la opinión pública; son, también, las que se expresan en el DSM-III y en el DSM-IV. Si uno se ubicara desde allí, no haría falta plantearse ninguna duda, ni siquiera una pregunta: Javier sería autista, un caso casi típico de autismo.
Encuentro no sólo que Isabelle Rapin estaría de acuerdo con la frase que encabeza mi trabajo –”el autismo ya no es lo que era”– sino que además, con su texto, me ayuda a dar las razones del cambio y documentarlo. Ella dice así: “[…] hasta la década de los ‘80 muchos profesionales sostenían la errónea idea de que era la consecuencia emocional de una paternidad inadecuada” [4].
Coincidiendo con Rapin, Toshiro Sugiyama –otro reconocido autor del mismo campo– dice lo siguiente: “[…] la definición y las hipótesis del autismo han cambiado radicalmente. Kanner pareció pensar que el autismo es una entidad clínica singular dentro de un grupo de perturbaciones emocionales severas; sin embargo, investigaciones posteriores probaron que es un síndrome de la conducta con una amplia variedad de causas médicas subyacentes” [5].
¿Qué es el autismo en la actualidad? –para estos autores, claro, DSM incluido.
“El autismo es un síndrome de disfunción neurológica que se manifiesta en el área de la conducta”, nos informa Rapin. Y dice también: “A pesar de que han transcurrido 50 años desde que Kanner descubrió el autismo infantil, su diagnóstico continúa siendo completamente clínico, porque en la actualidad no existe ningún examen biológico que pueda validarlo a través de la demostración de una disfunción del sistema nervioso” [6].
¿Por qué, si no se puede validar la demostración de una disfunción del sistema nervioso central, estos autores están tan convencidos de que la causa etiológica del autismo corresponde al terreno de lo orgánico?
Porque a través de distinto tipo de estudios –metabólicos, histológicos, genéticos, neuroimágenes, etc.– se han encontrado diversos tipo de patologías en los autistas estudiados. Dice Sugiyama: “[…] se registraron diversas condiciones básicas relacionadas con el autismo. En la actualidad, la lista es de más de cien, e incluye casi todos los tipos de trastornos del desarrollo, incluidos errores metabólicos, enfermedades hereditarias, infecciones, daño de nacimiento y anormalidades cromosómicas”.
Con una buena dosis de humor, a través de la cual se filtra buena parte de una verdad, Sugiyama agrega: “A veces pienso que sería más útil buscar las condiciones que no causan autismo” [7].
Vale la pena agregar a estos comentarios un párrafo del texto de Fejerman, quien dice: “[…] en charlas informales suelo sugerir que todos debiéramos reconocer en nosotros mismos algún signo de DCM [disfunción cerebral mínima], ya que es improbable que el funcionamiento de nuestro SNC [sistema nervioso central] sea perfecto en todas sus áreas” [8].
Ahora bien, cada una de las anomalías de toda esa larga lista de más de cien “condiciones básicas” ubicadas como posible causa de autismo tienen la particularidad de que también ha sido hallada en otros niños que la padecen, pero que sin embargo no son autistas. Si utilizamos un mínimo de razonamiento científico, la misma abundancia de “condiciones” –cada una de las cuales puede encontrarse o no en niños autistas– nos lleva necesariamente a la conclusión de que la madre del borrego debe encontrarse en otra parte.
Antes de profundizar en esto, demos una vuelta por mi segunda reflexión -“Hoy en día es posible encontrar el autismo por doquier”. El texto de Sugiyama lleva por título: Epidemiología del autismo y se ocupa de presentar los resultados de distintos estudios estadísticos, en relación con la presencia del autismo, realizados por distintos equipos en distintas partes del mundo. Lo curioso es que todos los estudios realizados hasta 1983-1984 registran algo así como cuatro autistas cada diezmil habitantes, mientras que todos aquellos realizados desde 1983 en adelante registran a dieciséis cada diezmil, es decir, cuatro veces más.
¿Ha aumentado el autismo? El propio Sugiyama, que se formula la misma pregunta, haciendo referencia a un estudio realizado por él en Japón, nos dice: “Los resultados muestran una prevalencia muy consistente durante más de diez años. […] Nuestro estudio muestra que la prevalencia de autismo no se ha incrementado durante los últimos diez años, durante los cuales el estudio estricto de la población total se ha llevado a cabo según los mismos criterios” [9].
De lo dicho podemos concluir que lo que han cambiado son los criterios de reconocimiento del autismo y que el giro efectivamente ha sido dado en la década del ‘80. ¿A qué giro nos referimos? Hasta la década del ‘80 se consideraba que la etiología del autismo era puramente “emocional”, a punto tal que no se diagnosticaba autismo en el caso de niños ciegos o con cualquier otra patología neurológica ubicable; a partir de entonces se ha pasado a considerar, “por principio”, que su etiología es orgánica. El “giro” consiste en invertir el orden del diagnóstico: ya no se trata de diagnosticar autismo a condición de que no se encuentre evidencia neurológica sino que todo niño que presente alguna conducta extraña y del cual pueda suponerse alguna disfunción, ha pasado a ser, por lo menos, sospechoso de autismo.
La nosología ha perdido su finura y se ha convertido en una bolsa de gatos.
¿Qué nos lleva a hacer una afirmación tan tajante? Por un lado, la experiencia clínica citada más arriba –el encuentro con niños que, tiempo atrás, habrían recibido otro tipo de diagnóstico– y, por otro, la no inclusión de cuadros tales como psicosis simbiótica, psicosis (o esquizofrenia) infantil y otros, en el listado del DSM-IV relativo a los “Trastornos diagnosticados inicialmente en la infancia, niñez o adolescencia” (donde sí está ubicado el “trastorno autista”). En la clasificación actual da lo mismo que un niño pequeño con dificultades en el acceso a lo simbólico y con conductas estereotipadas rechace el contacto con cualquier humano (incluyendo a su madre) o que le sea angustiosamente imposible separarse de ella, o que la relación que arme con cualquier otro tenga cierto tipo de sesgos no convencionales. En el aggiornamiento de la nosología oficial ha dejado de estar clara la diferencia entre el autismo y cualquier otro problema grave del desarrollo infantil, en especial los que comprometen la estructuración psíquica.
¿Adónde ubicamos nosotros la madre del borrego? ¿Qué conclusión podemos sí extraer de la presencia de una larga lista de distintas anomalías orgánicas que tanto pueden encontrarse en niños autistas como en otros que no?
Partiendo de lo biológicamente heredado y constituido, un niño se va armando en el encuentro con el Otro. La letra se marca sobre la masilla biológica y diagrama al cerebro, completando el trazado de las redes neuronales. El resultado depende tanto del deseo y la habilidad del artesano como de la calidad de la masilla.
Un niño puede resultar autista a partir de un rechazo originario que viene desde su gestación o incluso desde antes, pero no es lo más frecuente. Es frecuente, en cambio, encontrarse con niños que no pueden encontrarse con el Otro a partir de dificultades neurológicas en su percepción, en su registro y/o en su dotación de respuestas ante la demanda del Otro. La repetición de los desencuentros muchas veces desorienta a los padres, a algunos más que a otros. Hay padres que tienen una enorme capacidad para encontrar los caminos por los que su demanda llegará al niño, mientras que hay otros que tienen poco margen para modificar lo que de entrada no les dió resultado. Una larga serie de fracasos, en los casos que se convertirán en los más graves, puede llevar a la deslibidinización del objeto-hijo, encontrándonos allí con el rechazo de los padres, pero aprés-coup a sucesivos desencuentros, en los que el deseo no alcanzó para paliar la resistencia de lo real.
Ubicar correctamente el diagnóstico y la etiología no tendría la más mínima importancia si no fuera que lo que pensamos al respecto inevitablemente guiará nuestras propuestas y nuestros actos clínicos.
Del lado de la neuropediatría, el desconocimiento de los requisitos para la constitución del sujeto ha llevado a proponer distintos tipos de adiestramiento, más sofisticados o menos sofisticados, más suaves o más duros, más sutiles o más directos, pero, se les ponga ese calificativo o no, adiestramiento al fin, adiestramiento que termina aplastando la posibilidad de surgimiento de un sujeto del deseo al abandonar el Otro su convocatoria deseante.
Del lado del psicoanálisis, –y especialmente excluyo en el comentario que sigue a los dos excelentes libros ya citados– cuando se desconoce la incidencia del factor orgánico en las particularidades del armado de la relación madre-hijo, se está cargando a cuenta del deseo aspectos de lo real que aquél, a pesar de todo su mágico poder, no está en condiciones de transformar. No alcanza con repetir cien veces –como lo hacemos en ciertas ocasiones– que los psicoanalistas consideramos que los padres no son culpables de los problemas de sus hijos. Si nuestras teorizaciones al respecto no son capaces de articular los efectos de los problemas orgánicos de los niños en relación con la constitución de su subjetividad más que por el lado de sus efectos sobre el narcisismo de los padres –la ya trillada herida narcisista– entonces, con nuestras elaboradas construcciones, sólo estaremos alimentando prejuicios que posiblemente sean tan viejos como la humanidad.
Pienso que nuestra función, en este campo, es ayudar a sostener, del lado del niño, las condiciones de la experiencia que le permitan hacer chispa con el átomo cero del signo –para lo cual el juego es la vía regia; pero ímproba sería nuestra operatoria si al mismo tiempo no sostenemos, del lado de los padres, el deseo de continuar tallando la escritura originalmente destinada a ese hijo, a pesar de lo adverso de las condiciones y a pesar de los guiños, seductores y tranquilizantes, de quienes se proponen como que saben, mejor que ellos, cómo criar a un niño que presenta el diagnóstico que se le asignó a su hijo.
En cuanto a Javier, han pasado poco más de dos años. Se ha comprobado lo acertado del primer diagnóstico, relativo a la disfasia, pero las dificultades todavía son enormes. Como un rompecabezas que le resultara extremadamente complicado está comenzando a juntar fonemas para articular su propia palabra; pero si todavía son precarios tanto los enunciados como la interacción social, lo que ha quedado preservado y emerge cada tanto, palpitante, en un juego cada vez más amplio, es el lugar de la enunciación.
Referencias:
[1] Héctor Yankelevich: Ensayos sobre autismo y psicosis, Ed. Kliné, Buenos Aires, 1998.
2 Alfredo Jerusalinsky: Psicoanálisis del autismo, Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 1988.
3 Natalio Fejerman, Hugo A. Arroyo, Mario E. Massaro y Víctor Ruggieri (compiladores): Autismo infantil y otros trastornos del desarrollo, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1996.
4 Isabelle Rapin: “Autismo: Un síndrome de disfunción neurológica”, en Austismo y otros trastornos del desarrollo, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1996, pág. 15.
5 Toshiro Sugiyama: “Epidemiología del autismo y los trastornos relacionados”, en Autismo infantil y otros trastornos del desarrollo, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1996, pág. 51.
6 Isabelle Rapin: Op. cit., pág. 16.
7 Toshiro Sugiyama: Op.cit., págs. 51-52.
8 Natalio Fejerman: “Dislexia, disfunción cerebral mínima y trastorno de la atención con hiperactividad (ADHD)”, en Autismo infantil y otros trastornos del desarrollo, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1996, pág. 193.
9 Toshiro Sugiyama: Op. cit., págs. 56 y 60.