El 26 de diciembre de 2018 se fue de este mundo el psicoanalista y escritor Germán García. Ha dejado su huella en la Cultura, en el Psicoanálisis y en varias generaciones de analistas y, posiblemente, también en las generaciones que vendrán. Nos brindó su deseo y sus palabras…
Palabras sobre Germán García
Por Miquel Bassols y Gustavo Dessal
Me llaman de madrugada para darme la noticia. Con Germán muchas cosas, a veces las más importantes, ocurrían de madrugada. Después me escriben desde varios lugares para insistir en la noticia que ya me ha llegado, lacerante. Por favor, no me escriban más, ya me he enterado. Finalmente respondo por e-mail a uno de sus amigos, César Mazza, que me escribe desde Córdoba (Argentina): “Acaban de llamarme por teléfono para darme la triste noticia. Aquí son las dos de la madrugada y sé que esta noche no dormiré, como otras tantas noches de conversación incesante con Germán. Así que me tomo un whisky, como en las infinitas noches de Bocaccio —aquel resto infame de la izquierda-caviar barcelonesa en el que gastamos juntos tantas horas “de blableta”, yo vivía justo al lado— y lloro al saber que no podré ya volver a hablar con él. De momento no sé hacer nada más. Intento escribir algo, para seguir hablando con él… Un abrazo”. Y entonces escribo esto que sigue, para intentar hablar de él.
Lúcido conversador, nada conservador. Polémico es decir poco. Siempre excesivo —“punyent”, como decimos en catalán—, hasta agotar al interlocutor más paciente si había conseguido sostener la palabra con él hasta la madrugada. Agente provocador: de instituciones psicoanalíticas, de grupos literarios, de revistas, de bibliotecas inacabables, de sectas infames, de escuelas en proyecto, de escuelas disueltas por no haber estado a la altura del proyecto, de células subversivas tramando asaltos al poder de los impostores del saber, de descartes de barajas confundidas. Sí, “Descartes”, esta ha sido y será su apuesta final en el juego del significante que nos marca a todos. Sin cartas marcadas, sin embargo, porque Germán nunca jugaba en falso ni de farol, siempre con las cartas boca arriba. O lo tomas o lo dejas. Y era siempre difícil tomarlo en bloque.
La primera vez que lo conocí me dio un libro, un libro sobre retórica de la editorial Gredos, lo recuerdo con precisión. He escrito bien: “la primera vez que lo conocí”, porque lo conocí muchas veces más, sin llegar a conocerlo del todo cada vez. Germán era uno un día, otro el otro día —eso sin contar las noches— y uno no sabía a veces con cuál quedarse. La última vez que lo conocí, hace tan sólo unos meses, también me dio un libro, esta vez sobre filosofía del lenguaje. Era un buen libro, como todos los que, de una forma u otra, me dio a leer. Esta última vez fue en Buenos Aires, en un bar —dónde si no— en el que me citó para seguir la conversación.
Él estaba siempre en Buenos Aires incluso cuando estaba en Barcelona, donde vivió unos cinco años que fueron para muchos de nosotros, barceloneses —todos de adopción—, fundamentales en nuestra formación, como psicoanalistas y como lectores. Porque Germán era un lector antes que psicoanalista. O mejor, era psicoanalista porque era primero un buen lector. Y por eso amaba a las librerías y a las bibliotecas (en mayúsculas y en minúsculas). Amaba a la Biblioteca Freudiana de Barcelona en primer lugar, la que había fundado su maestro Oscar Masotta. ¡Cuántas noches terminábamos con él en la única librería que quedaba abierta en Barcelona a altas horas de la noche! A él seguramente le recordaba las innumerables librerías abiertas en Buenos Aires hasta bien entrada la madrugada. Pero Tuset Street no era Corrientes de madrugada. Y Germán se volvió un día de 1985 a Buenos Aires después de dejarnos a todo un grupo —sí, era un grupo que quería dejar de serlo— un lápiz a cada uno en aquel bar de Tuset como signo de una alianza: “como los siete anillos que Freud dejó a sus alumnos” — nos dijo con cierta ironía. Éramos algunos más de siete. Y de ahí siguió una transferencia de trabajo que fue a parar al Campo Freudiano gracias a él también. Y de ahí, vía Jacques-Alain Miller que le rindió ya un homenaje, hasta donde estamos hoy. De hecho, fue él quien una noche —otra— me dijo: “Ves a París a hablar con Miller, a ver qué podemos organizar aquí en Barcelona”. Y le hice caso, y eso cambió las cosas, sobre todo para mí.
Germán era la conversación incesante y era también los libros. Siempre y cada vez, la generosidad intelectual, sin confort posible. El libro que Germán te daba a leer era siempre un buen libro, —empezando, por supuesto, por los “Escritos” y los Seminarios de Lacan. Siempre era un buen libro porque para Germán no había buenos o malos libros, sino buenos o malos lectores. Siempre era un buen libro porque era él quien te lo daba a leer. Eso era la transferencia, recíproca porque él también leía lo que uno le daba a leer, si ese uno —no había tantos— merecía su confianza. Y nos dio muchos libros, a muchos, en muchos lugares de España. En realidad, nos dio una biblioteca entera. No es ninguna metáfora: la Biblioteca de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis en Barcelona contiene en sus estanterías buena parte de la biblioteca que él juntó en sus años barceloneses. La otra parte quedó distribuida entre sus amigos. A mí me tocó Macedonio Fernández, y se lo agradezco infinitamente. Por eso también, por Macedonio, me resulta seguramente inútil escribir ahora la semblanza de Germán García, su biografía inverosímil, su amplia bibliografía más inverosímil todavía. Otros lo intentarán mejor que yo. Tiempo habrá para escribir lo que Germán García inscribió del psicoanálisis en castellano. Sólo un recuerdo más.
Pocos días antes de su retorno a Buenos Aires, pasamos toda una noche redactando una entrevista que debía publicarse en “L’Ane, le magazin freudien”, la revista dirigida por Judith Miller. Era una entrevista que Jacques-Alain Miller le invitó hacer sabiendo que volvía a Buenos Aires, una entrevista que yo simulé hacerle y que en realidad se hacía él mismo charlando conmigo. “Germán García, allés et retours”, idas y vueltas. A las ocho de la mañana, una vez acabada la redacción, le dije ya agotado que me iba a dormir. —“¡Pero no, pibe! ¡Hay que mandarla a Miller por correo urgente para que salga en el próximo número de l’Ane!” Y ahí me fui, de buena mañana, a la oficina postal de San Gervasio para enviar por correo urgente —no, no existía todavía Internet— la entrevista que apareció, sí, publicada en un número de “L’Ane, le magazin freudien”. Hay que leerla.
Termino, con mi mayor estima y mi dolor, este testimonio bajo el golpe de la noticia: “El lector, diestro en ausencias…”
Miquel Bassols
27 de diciembre de 2018
8:00 de la mañana
Publicado en el Blog de Miquel Bassols
Yo tenía dieciséis años cuando un raro azar puso en mis manos un ejemplar de Nanina. Una suerte por partida doble, porque esa novela fue un giro en mi vida, y porque tiempo después la dictadura militar de entonces la prohibió. Yo me convertí en el feliz poseedor de un libro que todo el mundo quería leer, y la censura impulsó la carrera de un tal Germán García, autor que a partir de ese momento se convertiría en un personaje decisivo de la gran narrativa argentina. Nanina fue la confirmación de que la literatura iba a ser algo que me acompañase para siempre.
Algunos años después, iniciando la carrera de Psicología (por entonces vía regia al ejercicio del psicoanálisis cuando uno no estaba dispuesto a estudiar Medicina) oí hablar de alguien que enseñaba Freud en grupos de estudio. Caí en la cuenta de que ese Germán García, en versión psicoanalista, era el mismo que en mi adolescencia me había deslumbrado con su escritura. Yo aprendí a leer en dos tiempos (como explica Freud a propósito de la sexualidad y del trauma). A los cuatro años con una maestra que vivía en mi edificio y daba clases a los chicos por las tardes. Veinte años más tarde volví a aprender a leer con Germán. No solo psicoanálisis, no solo todo el Freud que le debo enteramente, sino a leer. A leer entre líneas, a leer al sesgo, del derecho y del revés. Lógicamente, jamás pude adquirir su destreza, porque él leía más allá de su intelecto, leía los libros, pero también la vida y el mundo, con esa mirada aguda y mordaz que le había dado la calle a la que se había largado precozmente para sobrevivir a la dureza de sus orígenes.
Seguramente han habido intelectuales más eruditos, pero pocos que supieran aunar la cultura enciclopédica, el psicoanálisis, y la astucia de quien ha pasado hambre, quien ha visto mil rostros, escuchado mil historias, convivido con gentes de todas las clases y colores.
No era un tipo de trato fácil. Tal vez porque vio en mí a un joven con pretensiones de escribir, fui anotado en la lista de sus simpatías. Si a uno no le tocaba esa fortuna (y las razones para figurar en su lista negra eran bastante ignotas), podía despedirse: jamás lograría su amor, hiciese lo que hiciese. Fui afortunado. Disfruté del privilegio de ir los sábados por la tarde a su casa, donde lo escuchaba disertar sobre psicoanálisis y literatura con el mate en la mano. Me invitó a publicar mi primer artículo de psicoanálisis, me prestó libros, me enseñó autores, me regaló su inmensa estantería de libros cuando se marchó a Barcelona. Me explicó que “no existen temas psicoanalíticos, sino una manera psicoanalítica de hablar sobre cualquier tema”.
Cuando le envié una carta pidiéndole consejo acerca de irme o no a España, me respondió que si me decía que no fuese, tal vez se lo reprocharía toda la vida; y que si por el contrario me estimulaba a hacerlo, tal vez también se lo reprocharía toda la vida. Sin duda, esa contestación me sirvió para toda la vida.
En mis innumerables viajes a Buenos Aires nos vimos varias veces. En uno de ellos tuve el honor de comentar Nanina, esa novela que marcó mi adolescencia, en el marco de la Biblioteca Nacional, cuando se cumplieron varias décadas de su publicación.
Leyó todos mis libros, me abrió las puertas del Centro Descartes para presentarlos, me hizo conocer sus sucesivos consultorios y los pasadizos repletos de libros y manuscritos. Jamás olvidó sus orígenes. Conoció la fama, pero era el mismo brindando con champán en París y comiendo pizza con coca cola en una mesa mugrienta de una esquina de Buenos Aires. Nunca pasó consulta en Villa Freud. Fue rigurosamente insumiso, genial, astuto, sarcástico, brillante, pendenciero, burlón, agresivo, generoso, incluso tierno. Presencié gestos que no olvidaré jamás, gestos que demostraban que su pasado y las penurias de la infancia se conservaban en su memoria. Ironizaba sobre las instituciones y creó docenas.
En 2007 pasé a saludarlo. “¿Me acompañás?”, me preguntó. Por supuesto. No iba a perderme la ocasión de estar en la ceremonia en la que la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires le otorgaba el título de “Personalidad Destacada de la Cultura”.
En 2017 nos vimos por última vez. Comimos pizza y hablamos de Gombrowicz, de Miserere, su última novela, de la muerte de Piglia y de los amigos y enemigos. Luego caminamos, tomados del brazo, hacia su consultorio, porque ya lo estaban esperando. Me apresuré a apuntar en mi libreta algunas de sus frases, para no olvidarlas.
Gustavo Dessal
28 de diciembre de 2018
5:32 de la mañana
Germán García
Psicoanalista. Escritor
Gustavo Dessal
Psicoanalista. Escritor. Colaborador inconsciente
Miquel Bassols
Psicoanalista
Gracias a De Inconscientes por publicar mi evocación de Germán García, y por dedicarle este espacio de homenaje a su inmenso legado.